Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete días: el colegio.
Los niños jugaban sin descanso, vivían sin pausas, en la enorme cancha ubicada detrás del edificio del Instituto, débilmente iluminados por la luz de una farola y la luz del sol. El polvo que se levantaba del patio, toda aquella mezcla de gases provenientes de miles de pequeñas almas tocaba algunos puntos del lugar, especialmente aquellos más cercanos a los árboles. El polvo se reflejaba en los tenues colores sepia de las hojas, y en sensibles matices que adquirían, de un momento a otro, los niños que pasaban por allí.
Autrey se sentó en el alféizar de la ventana. Se asomó a observar el patio, y más lejos, la ciudad; tomó un sorbo de su café, se inclinó un poco e intentó descansar. Tenía una hora, sólo una hora. Luego, debía volver a clases a reemplazar al profesor Jack, que en esos momentos debía estar en la sala de los niños de trece años contando poesías como historias.
Observó sus manos y vio, en una de ellas, largas costras como líneas. Era como un sin fin de ríos rojos y secos que cruzaban su mano, con distintas contexturas y distintas tonalidades. Recordaba, cada vez que las veía, aquel intenso accidente bajo la lluvia, y con él la belleza de las mariposas de fuego que se entremezclaron con el agua cuando el vidrio explotó; al hacerlo, sentía que debía controlar su poder, canalizarlo hasta poder producir únicamente lo que ella quería. Sentía que debía. Pero... ¿era realmente posible?
Con la yema de los dedos recorrió cada una de las cicatrices, gruñendo un poco por el dolor pero intentado soportarlo lo más posible. ¿Quedarían huellas? Lo más probable era que no. De cualquier forma, sentía un miedo profundo a tenerlas, porque aquello significaba que tendría que recordar malas situaciones toda su vida. Y no quería.
De pronto, oyó una explosión lejana y sintió cómo los vidrios de la sala temblaban tenuemente. Se acercó a la puerta y tomó la manija, pero antes que pudiera abrirla ésta se abrió por sí sola. Jack le saludó con una sonrisa nerviosa. Jadeaba y su frente sudaba.
–¿Has oído eso, Jack? –preguntó la profesora.
–¿La explosión? Sí. Parece ser que ocurrió en la biblioteca, pasando al otro edificio. En la parte que está al medio. Quizá haya un incendio.
–Entonces quizá debamos salir de aquí.
Jack retrocedió un paso.
–Opino lo mismo –se movió a un lado–. Después de ti.
Caminaron juntos por el pasillo hasta llegar a una gran puerta que conducía a la calle, donde ya varios niños reían y discutían sobre lo que ocurría adentro mientras uno de los conserjes intentaba ordenarlos. Se acercaron a él. Jack calmó a los niños.
–¿Qué sucedió? –preguntó Autrey.
–Ha habido una fuga de gas entre la biblioteca y el edificio y luego ha habido una explosión. Se ha desatado un incendio feroz.
–¿Algún herido?
El conserje meneó la cabeza.
–No, no. O por lo menos aún no nos hemos enterado –hizo una pausa; se secó el sudor–. Saqué a todos los niños que jugaban en el patio, y pronto las encargadas de biblioteca sacarán a todos los que había allá adentro. Ojalá no pase nada más grave...
–Ojalá –sentenció la profesora.
De la parte de atrás del edificio comenzó a salir un espeso humo gris que se elevaba hasta perderse en el cielo. Pronto, se vieron las primeras llamas, que tenían un color anaranjado que se entremezclaba con un fuerte rojo y un brillante amarillo que bailaban, de un lado a otro, como en una sinfonía de destrucción.
Poco a poco, los alumnos fueron sacados del recinto por los distintos profesores. Todos gritaban para hablarse unos con otros, y se formó un tumulto que apenas se podía controlar. Era como una marea de sonidos, distintos y complejos: incluso se podían oír llantos y risas.
Autrey escuchó cómo alguien llamaba a los bomberos. Un segundo después, vio que Jack volvía a su lado.
–Parece que no falta nadie –dijo el profesor.
–Muy bien. Entonces sólo queda esperar.
–Sí. ¿Sacaste todas tus cosas de allí?
–No... pero realmente no importa. Lo único que pierdo son un par de pruebas que ni siquiera había corregido.
Ambos sonrieron.
Un grito repentino los hizo volverse al edificio. Un conserje estaba en el umbral de la enorme puerta y a viva voz declamaba que había un muchacho adentro que no había podido salir. Su voz, entrecortada pero fuerte, llegó potente a los oídos de los profesores que no dudaron un instante en correr hacia él. Al verlo comprobaron que tenía el rostro quemado y una herida en la mejilla.
–¿Se extravió un muchacho? –preguntó Jack.
–Sí, está en el auditorio. Hay un acceso desde el patio pero el vidrio es demasiado resistente y no he podido sacarlo por la puerta porque ha habido un derrumbe. Todo ha sido muy rápido...
–No se preocupe –dijo Autrey– y relájese. Ya vienen los bomberos.
Miró de reojo a Jack y éste le llamó para conversar a solas; caminaron hasta el inicio de un pasadizo al patio.
–Tenemos que sacar al niño de ahí –dijo la profesora.
–Pero no hay mucho que podamos hacer. Sólo esperemos a los bomberos...
–¡No hay tiempo! Si esperamos un poco el muchacho morirá asfixiado.
Los profesores echaron a andar por el angosto caminito del patio. Ella se adelantó.
–Ven, vamos rápido –insistió Autrey–. Salvémoslo.
Llegaron hasta una enorme ventana por la cual no se veía nada. Se detuvieron y golpearon el vidrio repetidas veces.
–No quiere funcionar –dijo Jack–. Como dijo el conserje el vidrio parece ser muy resistente...
Oyeron el grito ahogado de un muchacho en el interior y un segundo después la sirena angustiante del carro de bomberos. Autrey se llevó las manos a la cara acalorada.
–Llegaron los bomberos...
–Sí –respondió él, golpeando una vez más el vidrio sin conseguir romperlo.
Pensaron un momento en silencio, sin mirarse pero comprendiéndose completamente. Tenían que salvarlo pero no sabían cómo. El vidrio no cedería fácilmente, a menos que... Autrey tuvo una idea súbita. Una sonrisa afloró en sus labios.
–¿Por qué no vas buscarlos? Quizá ellos puedan entrar por acá.
Jack le miró perplejo.
–¿No quisiste que viniéramos para salvar al muchacho antes que llegaran los bomberos?
La profesora puso su mano sobre el hombro del profesor.
–Pero no lo hemos conseguido. Quizá ellos sí lo logren.
Jack suspiró. Corrió hasta perderse por el pasaje, hasta dejar a Autrey completamente sola.
La mujer se acercó al vidrio e, invocando las imágenes y los sentimientos de aquella extraña tarde bajo la lluvia, comenzó a sentir que su temperatura corporal subía y que sus manos se calentaban. Respiró profundo; se focalizó. En cualquier momento, pensó, iba a estallar, iba a volverse una con el fuego y ya no habría vuelta atrás. Como el fénix iba a incendiarse para volver a nacer de las cenizas...
El aire a su alrededor se calentó. Posó su mano sobre el cristal y pronto éste comenzó a desaparecer, derritiéndose al comienzo y evaporándose después. Unos segundos más tarde ya no quedaba nada.
–¡Perfecto! –exclamó Autrey emocionada.
Esperó a que saliera un poco de humo e ingresó en el auditorio. Buscó al muchacho y lo encontró bajo los escombros de una viga caída, inconsciente y con varias heridas que sangraban abundantemente. Lo acunó en su regazo. Le levantó el rostro.
–Despierta –le susurró–... Vamos, arriba...
El muchacho meneó la cabeza.
“Toda el auditorio va a arder –advirtió Autrey–. Debo sacar al chico de esta trampa”.
Dejó la cabeza del muchacho sobre su falda e impuso sus manos a la viga, haciendo que ésta desapareciera tanto más rápido que el vidrio. Sonrió ante el resultado.
Y, casi sin pensarlo, se desmayó.
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Con torpes movimientos los bomberos traspusieron la ventana y lograron rescatar a la profesora y al alumno. Luego, prestos, atravesaron los escombros y las vigas caídas, abrieron las puertas del recinto, cruzaron el patio, trajeron mangueras y se dispusieron a apagar el incendio. Fueron, vinieron, fueron otra vez, vinieron de nuevo...
Al cabo de dos horas sólo quedaban las ruinas del Instituto Presidente Montag.