jueves, 13 de enero de 2011

Verano en Toscana

Juntos caminaron por el largo y ancho camino de tierra. Caminaron desde la pequeña casa roja, ésa casa hermosa de granito y adobe junto al alto sauce solitario, a través de los campos de trigo dorado que brillaban dorados y radiantes bajo el cielo azul, el hermoso cielo azul de Toscana. Luego, pasaron junto a la delgada capa de verde hierba que florecía por aquí y por allá en el campo, llena de pequeños puntos blancos como copos de nieve que, con la brisa que suavemente soplaba de un lado a otro, se mecían con delicadeza. Finalmente, subieron la loma, y caminaron hasta quedar bajo la tibia sombra de un manzano.

Allí, él la puso contra el árbol y la besó.

-Te amo -le dijo.

Con el corazón en una mano, ella se repuso como pudo y se lanzó al piso, hacia una fina alfombra color verde. Él la siguió, y ambos quedaron mirando el cielo, que se colaba por entre las hojas.

Cada tanto, el viento hizo sisear las hojas, provocando un murmullo quedo.

Él intento tomarle la mano, pero sintió algo más. Se incorporó, y contempló lo que la muchacha tenía en la mano.

-¿Qué llevas ahí?

-Es un diente de león. ¿Has oído eso de frotárselo contra la mejilla?

Ella se tocó la mejilla con su mano y luego se incorporó, riendo.

-Dicen que, si deja una señal, estás enamorado.

-¿Y tú lo crees? -preguntó él, tomando la florcita.

-No lo sé. Comprobémoslo.

Él le miró sin moverse.

-¡Vamos, frótalo!

Cerró los ojos, y sintió el calor de la tarde. Sintió la brisa que traía los suaves aromas del vino, y sintió cómo mecía sus cabellos que caían en espiral sobre sus hombros. Un instante después, sintió la flor deslizarse lentamente por su mejilla…

Abrió los ojos.

-¿Y? -preguntó, entusiasmada.

-Te has manchado con amarillo.

-¡Genial! Entonces, es cierto -dijo, y le besó en los labios apasionadamente. Se miraron de manera cómplice-. Yo también te amo.

Volvieron a tirarse sobre la hierba, y volvieron a mirar el cielo. Y allí estuvieron durante horas, riendo, descifrando la forma de las nubes, conversando, simplemente tomados de la mano, y contentos de tener todo lo que siempre habían deseado y soñado: amor, un árbol, y un verano en Toscana...

miércoles, 12 de enero de 2011

Noche Violeta

Un reloj, en algún lugar, sonó nueve veces. Los ecos de las campanas se apagaron lentamente.

Un cálido atardecer de finales de verano dio paso a la noche serena, queda, morada. Y las florecillas se cerraron, y las sombras cubrieron la ciudad de los humanos. Y los grillos cantaron. Y la luna, también amoratada, violácea, rosácea, brilló.

Joseph salió al balcón y la luz le bañó por completo. Cerró los ojos y aspiró profundamente el aire de la ciudad. Desde dentro, desde la habitación, oyó la voz de Norah, que le esperaba dándose vuelta una y otra vez entre las sábanas.

-¿Qué haces?

-Intento... intento digerir todo esto -murmuró Joseph.

Norah repitió la pregunta. Joseph tomó todo el aire que pudo, se volvió, observó cómo Norah le apuntaba con sus hermosos ojos castaños, y dijo:

-Intento convencerme de que esto es verdad. Que, entre tú y yo, hay ahora un nosotros.

-Claro que lo hay.

-Aún estoy sorprendido.

-Oh -dijo Norah.

Hubo un largo silencio.

-Ven -vociferó Joseph, y sonrió amablemente. Corrió al balcón, y se quedó allí, parado-. ¡Ven, Norah!

-¡Estoy desnuda!

-Por favor; los humanos no pueden verte.

Hubo un movimiento detrás de él, y luego un olor a vainilla, agua y piel. Y quizá, en algún otro lugar cercano, a rosas.

Norah estaba en el balcón.

-No te muevas -le dijo a Joseph, y lo abrazó por la espalda, pegando su cuerpo algo mojado y sensual al de él-. Así podré mirar sin exhibirme. Aunque los humanos no nos vean, tengo pudor. ¿Para qué me llamaste?

-Mira la luna -susurró Joseph.

En el cielo, un enorme globo amoratado, violáceo y rosáceo brillaba con fuerza sobre un profundo cielo negro. No había estrellas a lo largo y ancho de toda la inmensidad, y tampoco había nubes. Todo era oscuridad excepto las miles de esporas blancas del tamaño de un copo de nieve que volaban de un lado a otro danzando con la brisa, apenas pinceladas con una gota de morado. El espectáculo era realmente hermoso.

-Yo... -empezó Norah, pero Joseph la interrumpió en el acto.

-No digas nada, Norah. Déjame decirlo a mí. Eres mi luna, eres mi cielo, eres mi noche. Y estoy contento de que así sea. No sé cómo, pero aquí estamos. Desde hoy, y para siempre -dijo, y levantó su mano izquierda hasta su pecho; su corazón apareció en ella, sangrando por entre sus dedos-. Mi corazón está en tus manos; te lo entrego. Cuídalo.

Joseph alzó su mano derecha al cielo, y con un poco de fuerza, bajó la hermosa luna redonda y la abrió como un tarro de mermelada.

Norah sonrió cuando él introdujo su corazón en la luna y, cerrándola, la devolvía a su lugar.

-Cuídalo -repitió.

-Yo iba a decir que simplemente te amaba.

Ambos sonrieron y sintieron tanta felicidad como nunca habrían imaginado. Norah le abrazó con infinita fuerza.

viernes, 7 de enero de 2011

Luna, Testigo

La luna brillaba a través del enorme ventanal mientras él la observaba dormir tranquila. Acostada allí cerquita, muy cerquita, sentía su respiración acariciar su mejilla, y sentía incluso el calor que transmitía su rostro. ¡Oh, era tan hermosa! Sus cabellos desordenados sobre la almohada, y su cuerpo apenas escondido tras las olas de las sábanas, eran un espectáculo mágico y sorprendente que nunca pensó vería en su vida, y que ahora le asombraba y le admiraba.
Lentamente, movió el brazo. Y con la yema de sus dedos, de forma delicada, pasó sus manos por esos pómulos que sentía como propios, y luego por esas largas pestañas que descansaban, y luego por esos cabellos estrellados. ¡Qué hermosos cabellos tenía! Bajo la luz de la luna, poseían un brillo plateado que no conocía.
¿En cuánto tiempo, pensó, podía un hombre llegar a amar a una mujer? Porque no recordaba que ninguno de sus conocidos hubiera mencionado la palabra amor antes de tres meses, por lo menos. Quizá era una costumbre; quizá, miedo. Pero él, allí acostado junto a ella... La amaba. Y no llevaban más de una semana. Amaba sus labios carmesí, su piel blanca y perfecta, sus brazos largos, sus piernas fuertes, todo. La amaba completa y perdidamente, y no tenía miedo. ¿Acaso estaría loco?
En el silencio de la habitación, con la luna observándole, se inclinó y besó tiernamente su mejilla. Y se recostó a su lado, y sin esfuerzo el sueño se apoderó de él.
-Buenas noches -murmuró, cerrando los ojos-. Te amo.
-Yo también -susurró la mujer, a su lado, volteándose a abrazarlo entre sueños.
Y ambos sonrieron.