miércoles, 12 de enero de 2011

Noche Violeta

Un reloj, en algún lugar, sonó nueve veces. Los ecos de las campanas se apagaron lentamente.

Un cálido atardecer de finales de verano dio paso a la noche serena, queda, morada. Y las florecillas se cerraron, y las sombras cubrieron la ciudad de los humanos. Y los grillos cantaron. Y la luna, también amoratada, violácea, rosácea, brilló.

Joseph salió al balcón y la luz le bañó por completo. Cerró los ojos y aspiró profundamente el aire de la ciudad. Desde dentro, desde la habitación, oyó la voz de Norah, que le esperaba dándose vuelta una y otra vez entre las sábanas.

-¿Qué haces?

-Intento... intento digerir todo esto -murmuró Joseph.

Norah repitió la pregunta. Joseph tomó todo el aire que pudo, se volvió, observó cómo Norah le apuntaba con sus hermosos ojos castaños, y dijo:

-Intento convencerme de que esto es verdad. Que, entre tú y yo, hay ahora un nosotros.

-Claro que lo hay.

-Aún estoy sorprendido.

-Oh -dijo Norah.

Hubo un largo silencio.

-Ven -vociferó Joseph, y sonrió amablemente. Corrió al balcón, y se quedó allí, parado-. ¡Ven, Norah!

-¡Estoy desnuda!

-Por favor; los humanos no pueden verte.

Hubo un movimiento detrás de él, y luego un olor a vainilla, agua y piel. Y quizá, en algún otro lugar cercano, a rosas.

Norah estaba en el balcón.

-No te muevas -le dijo a Joseph, y lo abrazó por la espalda, pegando su cuerpo algo mojado y sensual al de él-. Así podré mirar sin exhibirme. Aunque los humanos no nos vean, tengo pudor. ¿Para qué me llamaste?

-Mira la luna -susurró Joseph.

En el cielo, un enorme globo amoratado, violáceo y rosáceo brillaba con fuerza sobre un profundo cielo negro. No había estrellas a lo largo y ancho de toda la inmensidad, y tampoco había nubes. Todo era oscuridad excepto las miles de esporas blancas del tamaño de un copo de nieve que volaban de un lado a otro danzando con la brisa, apenas pinceladas con una gota de morado. El espectáculo era realmente hermoso.

-Yo... -empezó Norah, pero Joseph la interrumpió en el acto.

-No digas nada, Norah. Déjame decirlo a mí. Eres mi luna, eres mi cielo, eres mi noche. Y estoy contento de que así sea. No sé cómo, pero aquí estamos. Desde hoy, y para siempre -dijo, y levantó su mano izquierda hasta su pecho; su corazón apareció en ella, sangrando por entre sus dedos-. Mi corazón está en tus manos; te lo entrego. Cuídalo.

Joseph alzó su mano derecha al cielo, y con un poco de fuerza, bajó la hermosa luna redonda y la abrió como un tarro de mermelada.

Norah sonrió cuando él introdujo su corazón en la luna y, cerrándola, la devolvía a su lugar.

-Cuídalo -repitió.

-Yo iba a decir que simplemente te amaba.

Ambos sonrieron y sintieron tanta felicidad como nunca habrían imaginado. Norah le abrazó con infinita fuerza.

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