La luna brillaba a través del enorme ventanal mientras él la observaba dormir tranquila. Acostada allí cerquita, muy cerquita, sentía su respiración acariciar su mejilla, y sentía incluso el calor que transmitía su rostro. ¡Oh, era tan hermosa! Sus cabellos desordenados sobre la almohada, y su cuerpo apenas escondido tras las olas de las sábanas, eran un espectáculo mágico y sorprendente que nunca pensó vería en su vida, y que ahora le asombraba y le admiraba.
Lentamente, movió el brazo. Y con la yema de sus dedos, de forma delicada, pasó sus manos por esos pómulos que sentía como propios, y luego por esas largas pestañas que descansaban, y luego por esos cabellos estrellados. ¡Qué hermosos cabellos tenía! Bajo la luz de la luna, poseían un brillo plateado que no conocía.
¿En cuánto tiempo, pensó, podía un hombre llegar a amar a una mujer? Porque no recordaba que ninguno de sus conocidos hubiera mencionado la palabra amor antes de tres meses, por lo menos. Quizá era una costumbre; quizá, miedo. Pero él, allí acostado junto a ella... La amaba. Y no llevaban más de una semana. Amaba sus labios carmesí, su piel blanca y perfecta, sus brazos largos, sus piernas fuertes, todo. La amaba completa y perdidamente, y no tenía miedo. ¿Acaso estaría loco?
En el silencio de la habitación, con la luna observándole, se inclinó y besó tiernamente su mejilla. Y se recostó a su lado, y sin esfuerzo el sueño se apoderó de él.
-Buenas noches -murmuró, cerrando los ojos-. Te amo.
-Yo también -susurró la mujer, a su lado, volteándose a abrazarlo entre sueños.
Y ambos sonrieron.
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