jueves, 13 de enero de 2011

Verano en Toscana

Juntos caminaron por el largo y ancho camino de tierra. Caminaron desde la pequeña casa roja, ésa casa hermosa de granito y adobe junto al alto sauce solitario, a través de los campos de trigo dorado que brillaban dorados y radiantes bajo el cielo azul, el hermoso cielo azul de Toscana. Luego, pasaron junto a la delgada capa de verde hierba que florecía por aquí y por allá en el campo, llena de pequeños puntos blancos como copos de nieve que, con la brisa que suavemente soplaba de un lado a otro, se mecían con delicadeza. Finalmente, subieron la loma, y caminaron hasta quedar bajo la tibia sombra de un manzano.

Allí, él la puso contra el árbol y la besó.

-Te amo -le dijo.

Con el corazón en una mano, ella se repuso como pudo y se lanzó al piso, hacia una fina alfombra color verde. Él la siguió, y ambos quedaron mirando el cielo, que se colaba por entre las hojas.

Cada tanto, el viento hizo sisear las hojas, provocando un murmullo quedo.

Él intento tomarle la mano, pero sintió algo más. Se incorporó, y contempló lo que la muchacha tenía en la mano.

-¿Qué llevas ahí?

-Es un diente de león. ¿Has oído eso de frotárselo contra la mejilla?

Ella se tocó la mejilla con su mano y luego se incorporó, riendo.

-Dicen que, si deja una señal, estás enamorado.

-¿Y tú lo crees? -preguntó él, tomando la florcita.

-No lo sé. Comprobémoslo.

Él le miró sin moverse.

-¡Vamos, frótalo!

Cerró los ojos, y sintió el calor de la tarde. Sintió la brisa que traía los suaves aromas del vino, y sintió cómo mecía sus cabellos que caían en espiral sobre sus hombros. Un instante después, sintió la flor deslizarse lentamente por su mejilla…

Abrió los ojos.

-¿Y? -preguntó, entusiasmada.

-Te has manchado con amarillo.

-¡Genial! Entonces, es cierto -dijo, y le besó en los labios apasionadamente. Se miraron de manera cómplice-. Yo también te amo.

Volvieron a tirarse sobre la hierba, y volvieron a mirar el cielo. Y allí estuvieron durante horas, riendo, descifrando la forma de las nubes, conversando, simplemente tomados de la mano, y contentos de tener todo lo que siempre habían deseado y soñado: amor, un árbol, y un verano en Toscana...

miércoles, 12 de enero de 2011

Noche Violeta

Un reloj, en algún lugar, sonó nueve veces. Los ecos de las campanas se apagaron lentamente.

Un cálido atardecer de finales de verano dio paso a la noche serena, queda, morada. Y las florecillas se cerraron, y las sombras cubrieron la ciudad de los humanos. Y los grillos cantaron. Y la luna, también amoratada, violácea, rosácea, brilló.

Joseph salió al balcón y la luz le bañó por completo. Cerró los ojos y aspiró profundamente el aire de la ciudad. Desde dentro, desde la habitación, oyó la voz de Norah, que le esperaba dándose vuelta una y otra vez entre las sábanas.

-¿Qué haces?

-Intento... intento digerir todo esto -murmuró Joseph.

Norah repitió la pregunta. Joseph tomó todo el aire que pudo, se volvió, observó cómo Norah le apuntaba con sus hermosos ojos castaños, y dijo:

-Intento convencerme de que esto es verdad. Que, entre tú y yo, hay ahora un nosotros.

-Claro que lo hay.

-Aún estoy sorprendido.

-Oh -dijo Norah.

Hubo un largo silencio.

-Ven -vociferó Joseph, y sonrió amablemente. Corrió al balcón, y se quedó allí, parado-. ¡Ven, Norah!

-¡Estoy desnuda!

-Por favor; los humanos no pueden verte.

Hubo un movimiento detrás de él, y luego un olor a vainilla, agua y piel. Y quizá, en algún otro lugar cercano, a rosas.

Norah estaba en el balcón.

-No te muevas -le dijo a Joseph, y lo abrazó por la espalda, pegando su cuerpo algo mojado y sensual al de él-. Así podré mirar sin exhibirme. Aunque los humanos no nos vean, tengo pudor. ¿Para qué me llamaste?

-Mira la luna -susurró Joseph.

En el cielo, un enorme globo amoratado, violáceo y rosáceo brillaba con fuerza sobre un profundo cielo negro. No había estrellas a lo largo y ancho de toda la inmensidad, y tampoco había nubes. Todo era oscuridad excepto las miles de esporas blancas del tamaño de un copo de nieve que volaban de un lado a otro danzando con la brisa, apenas pinceladas con una gota de morado. El espectáculo era realmente hermoso.

-Yo... -empezó Norah, pero Joseph la interrumpió en el acto.

-No digas nada, Norah. Déjame decirlo a mí. Eres mi luna, eres mi cielo, eres mi noche. Y estoy contento de que así sea. No sé cómo, pero aquí estamos. Desde hoy, y para siempre -dijo, y levantó su mano izquierda hasta su pecho; su corazón apareció en ella, sangrando por entre sus dedos-. Mi corazón está en tus manos; te lo entrego. Cuídalo.

Joseph alzó su mano derecha al cielo, y con un poco de fuerza, bajó la hermosa luna redonda y la abrió como un tarro de mermelada.

Norah sonrió cuando él introdujo su corazón en la luna y, cerrándola, la devolvía a su lugar.

-Cuídalo -repitió.

-Yo iba a decir que simplemente te amaba.

Ambos sonrieron y sintieron tanta felicidad como nunca habrían imaginado. Norah le abrazó con infinita fuerza.

viernes, 7 de enero de 2011

Luna, Testigo

La luna brillaba a través del enorme ventanal mientras él la observaba dormir tranquila. Acostada allí cerquita, muy cerquita, sentía su respiración acariciar su mejilla, y sentía incluso el calor que transmitía su rostro. ¡Oh, era tan hermosa! Sus cabellos desordenados sobre la almohada, y su cuerpo apenas escondido tras las olas de las sábanas, eran un espectáculo mágico y sorprendente que nunca pensó vería en su vida, y que ahora le asombraba y le admiraba.
Lentamente, movió el brazo. Y con la yema de sus dedos, de forma delicada, pasó sus manos por esos pómulos que sentía como propios, y luego por esas largas pestañas que descansaban, y luego por esos cabellos estrellados. ¡Qué hermosos cabellos tenía! Bajo la luz de la luna, poseían un brillo plateado que no conocía.
¿En cuánto tiempo, pensó, podía un hombre llegar a amar a una mujer? Porque no recordaba que ninguno de sus conocidos hubiera mencionado la palabra amor antes de tres meses, por lo menos. Quizá era una costumbre; quizá, miedo. Pero él, allí acostado junto a ella... La amaba. Y no llevaban más de una semana. Amaba sus labios carmesí, su piel blanca y perfecta, sus brazos largos, sus piernas fuertes, todo. La amaba completa y perdidamente, y no tenía miedo. ¿Acaso estaría loco?
En el silencio de la habitación, con la luna observándole, se inclinó y besó tiernamente su mejilla. Y se recostó a su lado, y sin esfuerzo el sueño se apoderó de él.
-Buenas noches -murmuró, cerrando los ojos-. Te amo.
-Yo también -susurró la mujer, a su lado, volteándose a abrazarlo entre sueños.
Y ambos sonrieron.

lunes, 27 de diciembre de 2010

Mi Espejo

Sin tu dulce locura,
me vuelo pequeña y menuda
la noche te sueña y se burla
me intento abrazar y te esfumas

“Dulce Locura”, La Oreja de Van Gogh



Magdalena abrió los ojos, sobresaltada. Se irguió en la cama, y, luego de suspirar, se llevó su mano a la frente para ver si tenía fiebre.

Sólo fue un sueño”, se dijo, tranquilizándose. Miró a todos lados y comprobó que estaba donde debía estar. Su habitación, su cama, su espejo, su marido... Su marido. Estaba aún durmiendo, allí a su lado, y parecía muy tranquilo, muy cómodo. Le acarició los cabellos, se los arregló, y le besó la frente.

Se recostó para intentar dormir, y sus ojos fueron cerrándose poco a poco...

Se peinaba. Se peinaba sonriente frente al espejo, el enorme espejo de su habitación, con un peine que su madre le diera para su aniversario. Todo estaba tranquilo. De pronto, sintió pasos en el corredor. Se quedó quieta, contuvo la respiración. Los pasos se hicieron más fuertes, más cercanos, hasta que de pronto... se detuvieron.

Se volteó. Nadie.

Se volvió al espejo: nadie. Movió su mano, y en ese instante... dos manos le tomaron la cabeza, la hicieron girar, y le obligaron a expeler un enorme grito. Le atacaron, le golpearon, le asfixiaron...

Despertó con un grito gutural. Su frente transpiraba un sudor frío que le recorrió la cara y le provocó  escalofríos.

Se puso de pie, y, sin atreverse a mirar en el espejo, se metió al baño. ¡Qué cálida le resultó aquel día la ducha! ¡Qué tranquilidad emanaba el vapor! Con una toalla envuelta en su cuerpo, y otra más pequeña en su cabeza, salió a su habitación. Se miró al espejo. ¡Qué bonita estaba!

Súbitamente notó que la puerta de su habitación, por el reflejo del espejo, se abría. Su corazón latió más rápidamente. Se giró; la puerta estaba cerrada. Se volvió al espejo, y la puerta se abría más y más. Su corazón latió más rápido aún. ¿Qué demonios estaba pasando?

Con todo su valor –el poco que le quedaba– se puso de pie y se dirigió a la puerta. Rió; estaba cerrada.

Estupideces”, pensó.

Tomó el peine de su madre y se dirigió otra vez al espejo.

Su corazón casi se sale de su sitio cuando sus ojos vieron, en el reflejo del espejo, que todo volaba y caía, como si alguien estuviera, en alguna parte, destruyéndolo todo. La puerta estaba abierta.

Al volver la vista, comprobó que eran alucinaciones. Todo en orden, y hasta la cama estaba hecha... Cerró su puerta con llave y se sentó en la cama con los ojos cerrados.

Curiosidad. Curiosidad. Mucha curiosidad.

Abrió los ojos y miró el espejo. Para su sorpresa, vio que Eric se acercaba desde el umbral de la puerta semiabierta.

–¡Amor! –exclamó ella, con la frente perlada de sudor. Él sonrió y se acercó con pasos lentos pero seguros hasta su mujer. Abrió un cajón de la recámara, y con prontitud lo cerró.

–¿Qué haces? –preguntó, mucho más tranquila, Magdalena.

Él le sonrió y le guiñó un ojo. Se acercó.

Magdalena se volteó para observar a su marido, pero no vio a nadie. ¿Nadie? Miró el espejo. Todo en orden.

Suspiró.

Dos segundos después, sintió cómo la piel se le quemaba, y cómo algo violento le tomaba del cuello, y sólo atinó a intentar gritar...

sábado, 6 de noviembre de 2010

Espace Pierre Cardín

Las notas iban y venían suavemente de un lado a otro de aquel espacio. Los sostenidos y los bemoles se arremolinaban como una suave brisa de primavera formando melodías de hermosos colores, y le recordaban a Lucas olores provenientes de distintas latitudes, como hojas de otoño bailando sobre la acera helada, o cafés negros, bien espumosos, en una banca en invierno. Era una canción hermosa, realmente.

Lucas cerró los ojos y se imaginó dónde y en qué situación le hubiera gustado escuchar por primera vez aquella melodía. Y se imaginó caminando por aquel sendero que solía recorrer de niño, sí, ése que iba a parar al solitario sauce llorón que vivía en la cima del monte. Y se imaginó caminando por él en una noche de luna llena y brillantes estrellas, acompañado de una suave brisa que mecía la hierba a los costados del camino. Y allí, ya en la cima del monte, ya junto al sauce, se imaginó observando la tranquila noche, sintiendo cómo el aire entraba por sus pulmones y su vida se fundía con las millones de microscópicas vidas que coexistían en libertad. Y se imaginó extendiendo los brazos para sentirlas, y se imaginó cerrando los ojos y dejándose llevar.

Suspiró.

Recordó que hacía mucho tiempo, cuando aquello realmente había ocurrido, no había estado solo. Que había caminado aquel sendero acompañado de ella, y que ella, en cada momento, había sonreído. Incluso cuando habían llegado a la cima, incluso cuando el sauce había bailado acompasado al ritmo del viento. Y que ella le había mirado con sus preciosos ojos marrones cuando él había extendido sus brazos, y que ella le había abrazado fuerte, muy fuerte, sólo para que él pudiera sentir esa libertad, para que pudiera dejarse llevar.

Sí, allí le hubiera gustado que sonara aquella canción. En aquel instante, cuando ella le había susurrado al oído cuánto le quería, le hubiera gustado que sonara aquella hermosa canción cuya melodía subía en el silencio, y bajaba después; cuya melodía formaba puentes entre la realidad y lo onírico, entre los sueños y la vida. Cuya melodía iba, y luego venía, que arremolinaba las notas y luego las difuminaba en el aire.

Las manos de la pianista, como las manos de un director de orquesta, propusieron un movimiento que las notas acompañaban, y así, los sonidos en un instante se hallaban en Fa, y al siguiente estaban en Re, y todo era fuerza, y todo era belleza, y todo era sonido. Sonido puro, sonido divino. Un sonido que provenía de lo más hondo de lo humano.

Lucas se quedó inmóvil, con una lágrima cayendo por su mejilla, hasta que la música dejó de inundar aquel lugar. Hasta que la voz de la pianista se detuvo, y no hubo sino silencio.

Silencio... el mismo silencio que había quedado en su vida cuando ella murió.

lunes, 25 de octubre de 2010

Fénix (Capítulo Final)

Avanzada la tarde, Autrey despertó de su ensueño. La débil melodía de la lluvia flotaba en el ambiente, como el suave ronronear de un gato en la oscuridad. Sus ojos, oscuros y opacos, inmediatamente se perdieron en las ruinas del Instituto, o quizá en algún lugar más lejano; no era posible saberlo.

¿Qué había pasado luego de haber usado sus poderes? ¿Por qué se había desmayado? La primera vez no había pasado nada; la segunda, en cambio, había atraído consecuencias. ¿Qué significaba todo aquello? Se preguntó si el muchacho había logrado sobrevivir. ¿Quién la había sacado? ¿Y a él?

Se irguió en la camilla de la ambulancia y las suaves gotas de agua mojaron su pantalón quemado. Las observó caer una a una sin sentir nada, completamente ausente e impávida. De repente sintió que todo le era muy extraño, que aquel no era su mundo; que no conocía nada, que todo había sido un mal sueño. Estaba en otro lado, mas no sabía dónde; sólo sabía que era lejos, muy lejos...

–Autrey –susurró Jack, que se había acercado sin hacer ruido con las manos en los bolsillos de su abrigo– ¿Estás bien?

–Sí –respondió la profesora, pero sus ojos continuaban ausentes.

–Debo felicitarte por tu trabajo. El niño logró salvarse.

Autrey le miró interesada.

–¿Dónde está?

Él se encogió de hombros.

–Se lo llevaron a un hospital, creo. Tenía los pulmones muy congestionados con el humo. Pero no importa a dónde lo hayan llevado: sólo importa que estará bien. Los salvaron justo a tiempo.

–¿Fueron los bomberos?

Jack asintió.

–¿Sabes? Ellos me comentaron que el muchacho se había golpeado con algo contundente pero que cerca del lugar no habían encontrado nada. Sólo un montón de cenizas.

Autrey se quedó en silencio. Juntó sus manos y sintió en una de ellas unas costras...

–¿Te pasa algo? Los enfermeros dijeron que no habías sufrido ni lesiones físicas ni nada. Que estabas bien. Y yo les he creído, pero te veo así y pienso que algo pasa...

–Tranquilo, estoy bien –sonrió ella–. Solamente estoy un poco cansada. Quiero llegar a casa a dormir, a tenderme en la cama...

Jack le ofreció su mano.

–¿Quieres que te lleve? Mi auto está a la vuelta.

Sus ojos se encontraron con los de la profesora. A ella, los ojos de Jack se le antojaron sinceros y comprensivos como nunca antes. Una dulce sensación le invadió el estómago.

La lluvia había cesado y el sol aparecía en el claro cielo. La calle, el césped y las ruinas estaban vacíos. Autrey exhaló un gran suspiro. Aceptó sin dudar la mano del profesor y caminaron, en silencio, hasta su automóvil., uno junto al otro...

********************************

A última hora de la tarde la lluvia volvió, y todo el mundo volvió a adquirir un color grisáceo oscuro. En el vestíbulo de su casa, Autrey intentaba pensar agazapada en un sofá. Levantó la mirada hacia el ventanal que daba al patio y al abedul quemado. Sofía, colocándose un hermoso collar frente a un espejo de cuerpo entero, apartó la mirada el tiempo suficiente para observarle.

–¡Eh! –dijo– La muchacha está pensando.

–Sí. Quería hablarte –hizo una pausa–. Hoy el Instituto se ha quemado. Voy a tener que encontrar un lugar donde trabajar por mientras...

–¡Oh, increíble! –replicó la psicóloga, sorprendida.

–Sí. Por lo mismo pasaré más tiempo en casa.

–No importa, amiga. Tú sabes que no soy de las que pasa mucho en casa tampoco. Tendrás la casa para ti sola...

–Yo sólo cumplo con avisarte.

Sofía sonrió tiernamente y se volvió al espejo.

–¿Y cómo sucedió lo del incendio? –preguntó, llevando sus manos a su cuello.

–No sé. Al parecer hubo una fuga de gas en algún lugar y se produjo una explosión. No hubo víctimas fatales, por suerte. Los bomberos nos sacaron a tiempo.

Sofía volvió a mirarle; y su mirada preguntó a qué se refería con eso tanto mejor que con palabras.

–Sí. Entré y ayudé a liberar a un chico. Usé mis poderes, pero no me vio nadie.

–Eso es arriesgado.

–Lo sé.

–¿Y por qué lo hiciste? ¿Acaso los bomberos no podrían haberlo hecho por sí solos?

–Pero se habrían demorado más...

Sofía terminó en el espejo y fue a sentarse junto a su amiga. Tomó las manos de la profesora entre las suyas.

–Yo tengo otra teoría –dijo, y sonrió–. Yo creo que tú eres una heroína. Que fuiste a salvar al pequeño porque creíste que con tus poderes sería más fácil, que no necesitarías de los bomberos...

–¡Ridículo! –saltó Autrey– Yo jamás haría algo tan egoísta.

–No es un acto egoísta, amiga. Al contrario: usas tus poderes por un buen fin. No era eso lo que quería decir.

–Pero...

–Nada de peros.

Sofía se puso de pie y caminó hasta el ventanal. Allí, apoyó su mano sobre el vidrio mojado, justo en el lugar donde estaba la imagen del abedul quemado.

–Ése no es el problema en realidad, Autrey. Lo hecho, hecho está. Lo que importa ahora es que eres una mujer con sorprendentes habilidades, y debes tomar la decisión que deben tomar todos los héroes. Ser, o no ser.
Autrey estalló en una carcajada que llenó la sala.

–¿Una heroína? –dejó de reír súbitamente– Yo no...

–Es tu decisión. Sólo recuerda que, pase lo que pase, siempre estaré para ti.

Sofía se acercó a una percha, tomó su abrigo y su paraguas, se devolvió a despedirse de su amiga y caminó hasta la puerta. Cuando llegó al umbral de la puerta se volteó.

–Nos vemos después, Autrey. Piensa en lo que te he dicho.

La profesora iba a decir algo pero sólo movió los labios. Sofía, luego, salió de la casa y se adentró en la lluvia.

No volvería hasta el amanecer.

Fénix (Cap. 7)

Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete días: el colegio.

Los niños jugaban sin descanso, vivían sin pausas, en la enorme cancha ubicada detrás del edificio del Instituto, débilmente iluminados por la luz de una farola y la luz del sol. El polvo que se levantaba del patio, toda aquella mezcla de gases provenientes de miles de pequeñas almas tocaba algunos puntos del lugar, especialmente aquellos más cercanos a los árboles. El polvo se reflejaba en los tenues colores sepia de las hojas, y en sensibles matices que adquirían, de un momento a otro, los niños que pasaban por allí.

Autrey se sentó en el alféizar de la ventana. Se asomó a observar el patio, y más lejos, la ciudad; tomó un sorbo de su café, se inclinó un poco e intentó descansar. Tenía una hora, sólo una hora. Luego, debía volver a clases a reemplazar al profesor Jack, que en esos momentos debía estar en la sala de los niños de trece años contando poesías como historias.

Observó sus manos y vio, en una de ellas, largas costras como líneas. Era como un sin fin de ríos rojos y secos que cruzaban su mano, con distintas contexturas y distintas tonalidades. Recordaba, cada vez que las veía, aquel intenso accidente bajo la lluvia, y con él la belleza de las mariposas de fuego que se entremezclaron con el agua cuando el vidrio explotó; al hacerlo, sentía que debía controlar su poder, canalizarlo hasta poder producir únicamente lo que ella quería. Sentía que debía. Pero... ¿era realmente posible?

Con la yema de los dedos recorrió cada una de las cicatrices, gruñendo un poco por el dolor pero intentado soportarlo lo más posible. ¿Quedarían huellas? Lo más probable era que no. De cualquier forma, sentía un miedo profundo a tenerlas, porque aquello significaba que tendría que recordar malas situaciones toda su vida. Y no quería.

De pronto, oyó una explosión lejana y sintió cómo los vidrios de la sala temblaban tenuemente. Se acercó a la puerta y tomó la manija, pero antes que pudiera abrirla ésta se abrió por sí sola. Jack le saludó con una sonrisa nerviosa. Jadeaba y su frente sudaba.

–¿Has oído eso, Jack? –preguntó la profesora.

–¿La explosión? Sí. Parece ser que ocurrió en la biblioteca, pasando al otro edificio. En la parte que está al medio. Quizá haya un incendio.

–Entonces quizá debamos salir de aquí.

Jack retrocedió un paso.

–Opino lo mismo –se movió a un lado–. Después de ti.

Caminaron juntos por el pasillo hasta llegar a una gran puerta que conducía a la calle, donde ya varios niños reían y discutían sobre lo que ocurría adentro mientras uno de los conserjes intentaba ordenarlos. Se acercaron a él. Jack calmó a los niños.

–¿Qué sucedió? –preguntó Autrey.

–Ha habido una fuga de gas entre la biblioteca y el edificio y luego ha habido una explosión. Se ha desatado un incendio feroz.

–¿Algún herido?

El conserje meneó la cabeza.

–No, no. O por lo menos aún no nos hemos enterado –hizo una pausa; se secó el sudor–. Saqué a todos los niños que jugaban en el patio, y pronto las encargadas de biblioteca sacarán a todos los que había allá adentro. Ojalá no pase nada más grave...

–Ojalá –sentenció la profesora.

De la parte de atrás del edificio comenzó a salir un espeso humo gris que se elevaba hasta perderse en el cielo. Pronto, se vieron las primeras llamas, que tenían un color anaranjado que se entremezclaba con un fuerte rojo y un brillante amarillo que bailaban, de un lado a otro, como en una sinfonía de destrucción.

Poco a poco, los alumnos fueron sacados del recinto por los distintos profesores. Todos gritaban para hablarse unos con otros, y se formó un tumulto que apenas se podía controlar. Era como una marea de sonidos, distintos y complejos: incluso se podían oír llantos y risas.

Autrey escuchó cómo alguien llamaba a los bomberos. Un segundo después, vio que Jack volvía a su lado.

–Parece que no falta nadie –dijo el profesor.

–Muy bien. Entonces sólo queda esperar.

–Sí. ¿Sacaste todas tus cosas de allí?

–No... pero realmente no importa. Lo único que pierdo son un par de pruebas que ni siquiera había corregido.

Ambos sonrieron.

Un grito repentino los hizo volverse al edificio. Un conserje estaba en el umbral de la enorme puerta y a viva voz declamaba que había un muchacho adentro que no había podido salir. Su voz, entrecortada pero fuerte, llegó potente a los oídos de los profesores que no dudaron un instante en correr hacia él. Al verlo comprobaron que tenía el rostro quemado y una herida en la mejilla.

–¿Se extravió un muchacho? –preguntó Jack.

–Sí, está en el auditorio. Hay un acceso desde el patio pero el vidrio es demasiado resistente y no he podido sacarlo por la puerta porque ha habido un derrumbe. Todo ha sido muy rápido...

–No se preocupe –dijo Autrey– y relájese.  Ya vienen los bomberos.

Miró de reojo a Jack y éste le llamó para conversar a solas; caminaron hasta el inicio de un pasadizo al patio.

–Tenemos que sacar al niño de ahí –dijo la profesora.

–Pero no hay mucho que podamos hacer. Sólo esperemos a los bomberos...

–¡No hay tiempo! Si esperamos un poco el muchacho morirá asfixiado.

Los profesores echaron a andar por el angosto caminito del patio. Ella se adelantó.

–Ven, vamos rápido –insistió Autrey–. Salvémoslo.

Llegaron hasta una enorme ventana por la cual no se veía nada. Se detuvieron y golpearon el vidrio repetidas veces.

–No quiere funcionar –dijo Jack–. Como dijo el conserje el vidrio parece ser muy resistente...

Oyeron el grito ahogado de un muchacho en el interior y un segundo después la sirena angustiante del carro de bomberos. Autrey se llevó las manos a la cara acalorada.

–Llegaron los bomberos...

–Sí –respondió él, golpeando una vez más el vidrio sin conseguir romperlo.

Pensaron un momento en silencio, sin mirarse pero comprendiéndose completamente. Tenían que salvarlo pero no sabían cómo. El vidrio no cedería fácilmente, a menos que... Autrey tuvo una idea súbita. Una sonrisa afloró en sus labios.

–¿Por qué no vas buscarlos? Quizá ellos puedan entrar por acá.

Jack le miró perplejo.

–¿No quisiste que viniéramos para salvar al muchacho antes que llegaran los bomberos?

La profesora puso su mano sobre el hombro del profesor.

–Pero no lo hemos conseguido. Quizá ellos sí lo logren.

Jack suspiró. Corrió hasta perderse por el pasaje, hasta dejar a Autrey completamente sola.

La mujer se acercó al vidrio e, invocando las imágenes y los sentimientos de aquella extraña tarde bajo la lluvia, comenzó a sentir que su temperatura corporal subía y que sus manos se calentaban. Respiró profundo; se focalizó. En cualquier momento, pensó, iba a estallar, iba a volverse una con el fuego y ya no habría vuelta atrás. Como el fénix iba a incendiarse para volver a nacer de las cenizas...

El aire a su alrededor se calentó. Posó su mano sobre el cristal y pronto éste comenzó a desaparecer, derritiéndose al comienzo y evaporándose después. Unos segundos más tarde ya no quedaba nada.

–¡Perfecto! –exclamó Autrey emocionada.

Esperó a que saliera un poco de humo e ingresó en el auditorio. Buscó al muchacho y lo encontró bajo los escombros de una viga caída, inconsciente y con varias heridas que sangraban abundantemente. Lo acunó en su regazo. Le levantó el rostro.

–Despierta –le susurró–... Vamos, arriba...

El muchacho meneó la cabeza.

“Toda el auditorio va a arder –advirtió Autrey–. Debo sacar al chico de esta trampa”.

Dejó la cabeza del muchacho sobre su falda e impuso sus manos a la viga, haciendo que ésta desapareciera tanto más rápido que el vidrio. Sonrió ante el resultado.

Y, casi sin pensarlo, se desmayó.

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Con torpes movimientos los bomberos traspusieron la ventana y lograron rescatar a la profesora y al alumno. Luego, prestos, atravesaron los escombros y las vigas caídas, abrieron las puertas del recinto, cruzaron el patio, trajeron mangueras y se dispusieron a apagar el incendio. Fueron, vinieron, fueron otra vez, vinieron de nuevo...

Al cabo de dos horas sólo quedaban las ruinas del Instituto Presidente Montag.