El viejo sillón alargado se hallaba en el medio de la sala, que tenía largas ventanas recubiertas a lo largo de la fachada sur para que una mujer –la profesora Autrey Thomas, por ejemplo– pudiera sentarse en aquel sitial y, girando la cabeza unos pocos grados, pudiera ver el hermoso patio y una que otra luz encendida en una que otra casa de los alrededores. La noche del nueve de agosto, sin embargo, era difícil ver mucho a través de la absoluta oscuridad de la nublada y lluviosa noche. El débil resplandor arrojado por las dos farolas de gas de la sala era casi simbólico.
Autrey ya no lloraba. Y no lo hacía, porque al llegar a casa tuvo que aplacarse para no destruir su hogar. Aquello le había significado tragarse todas y cada una de las lágrimas, pero no importaba. Debía ser fuerte, debía resistir. Lo que sí importaba, el único problema, era que por dentro seguía sufriendo. Porque no podía comprender nada, porque todo le resultaba absurdo.
Se echó un bombón de chocolate a la boca.
Como un relámpago, miles de imágenes acudieron a su mente cuando pensó en la última semana. Fuego, peleas, decisiones, más peleas... todo revoloteando alrededor de su vida como polillas y luz. ¿Por qué no podía tener una vida normal? Recordando, todo había cambiado el día anterior con aquella carta del Instituto Presidente Montag. Con ella, todo había estallado, todo se había transfigurado en el guión de una horrenda película de terror. Con todo, debía ser fuerte. Debía seguir viviendo, debía sobrevivir.
Probó otro bombón. Y luego otro. El chocolate, cuando se consume en grandes cantidades, pensó, adquiere otro sabor, un sabor más amargo. Luego, produce un malestar en el estómago, una repulsión. ¡Qué sabor tan extraño era!
Un sonido repentino le sacó de sus pensamientos y le erizó la piel, algo normal al estar sola en la sala en medio de una noche fría y lluviosa. Pero no fue ni el viento meciendo los árboles ni ningún trueno misterioso, o no lo parecía. Más bien... más bien eran pasos; pasos en el patio. ¿O en el pórtico?
Se levantó y se dirigió al enorme ventanal, colocando sus manos en el frío cristal y apoyando lentamente la cabeza. Sin embargo, oscuro como estaba, no vio nada ni oyó nada. Todo había sido producto de su imaginación.
Oyó la puerta. Se volteó asustada.
–Hola, Autrey –saludó Sofía.
La profesora suspiró aliviada y con rapidez volvió al sillón. Tomó la caja de bombones y sonrió a su amiga. Una lágrima cayó de sus ojos.
–¿Qué sucede? –preguntó preocupada la psicóloga, que lo más rápido que pudo se quitó el abrigo y lo colgó, para sentarse luego junto a Autrey– ¿Fuiste a ver a tu novio?
Autrey contó entre sollozos espontáneos su historia, y Sofía, comprensiva, le sonrió compasivamente. Un momento después, la profesora rompió a llorar desconsoladamente y se abrazó de su amiga, que la acunó en su pecho y allí le dio tiempo para descargarse hasta quedar prácticamente seca.
Así estuvieron hasta el amanecer.
********************************
Autrey despertó con los primeros rayos del sol. Sus lágrimas se habían secado pero habían dejado marcas en su rostro, que pudo sentir al primer contacto con sus finos dedos. Su necesidad de llorar había desaparecido, dejando únicamente una extraña paz, una increíble levedad; se sentía tan cómoda, tan protegida de todo el dolor en aquel espacio... No quiso levantarse nunca.
Sofía también estaba deseando que todo siguiera igual. En toda su vida nunca había encontrado una conexión tan precisa con una persona. Ni siquiera con su familia. Para ella, las emociones de los demás eran tan visibles como un lenguaje preciso. Entendía mejor que nadie los sentimientos de las personas, y eso, cuando pequeña, la había convencido de convertirse en psicóloga y buscar soluciones para los problemas de otros. No podía soportar ver el sufrimiento de la gente, porque era el suyo. Tal vez eso era extraño, pero eso era lo que sentía.
Ambas se miraron fijamente a los ojos. Autrey fue la primera en hablar.
–Gracias, Sofía. Gracias por todo.
Su voz se fundió en un descansado suspiro; la psicóloga sonrió y no dijo nada.
–En serio –continuó Autrey–... nadie me había tenido tanta paciencia. Eres un ángel...
–No, no lo soy. Sólo soy tu amiga.
Permanecieron en silencio unos momentos.
–Autrey... –dijo luego de un bostezo Sofía– Como tu amiga, déjame darte un consejo: no vuelvas a llorar por amor. Los hombres no se lo merecen...
–No se lo merecen.
–No. Por eso tienes que ser como el fénix y levantarte de tus cenizas. No te eches a morir por lo que no lo vale...
«Como el fénix». Aquella idea no desapareció en todo el resto del día de su cabeza.
No hay comentarios:
Publicar un comentario