Autrey salió del Café Aschenback sin reflexionar mucho, decidida a conversar con su novio sobre su relación y resuelta, además, a contarle todo sobre el fuego.
El tiempo no estaba agradable. Principiaba agosto y, tras unas semanas de temperaturas cálidas, había llegado un invierno prematuro. Las hojas caídas de los árboles bailaban en las aceras una danza acompasada por el viento. La ciudad, en aquellos días, se había vaciado de paseantes y ciclistas, que descansaban en sus hogares del frío que reinaba en el ambiente. No había nadie, cosa rara, ni en la parada del tranvía ni en sus alrededores. Ni por la calle principal que le conducía al departamento de Vincent en la cual los árboles yacían todos desnudos, ni por ninguno de los múltiples pasajes oscuros.
Sobreexcitada por la conversación mantenida con la psicóloga, que le había exigido preocupación, cuidado y energía, no se detuvo a descansar en ningún momento del largo camino, y cuando llegó sintió que le faltaba el aire.
Avanzó, sin saludar al guardia, hasta los ascensores, y en el momento en que apretó el botón una de las puertas se abrió de par en par. Un grupo de personas, una señora con un niño y un oficinista se bajaron; ella ingresó.
Se entretuvo durante algunos minutos leyendo las inscripciones que se hallaban debajo de cada número y dejando que su mirada se perdiese en el último lugar del mundo, allá lejos..., cuando de pronto, saliendo de su ensueño de cansancio, advirtió que llegaba a su destino, y las puertas se abrían nuevamente.
–Número veintitrés –recordó, y sus piernas temblaron.
Echó a andar por el angosto pasillo desnudo y se detuvo ante una puerta de caoba. Al hacerlo, una oleada de malos presentimientos la hizo estremecerse de pies a cabeza, como si de pronto una serpiente se hubiera metido dentro de ella y la hubiera recorrido de abajo hacia arriba una y otra vez.
No quiso retrasar su llegada ni un minuto más. Golpeó la puerta. No oyó pasos dentro del departamento pero, sin previo aviso, la puerta se abrió bruscamente.
Autrey retrocedió un paso, sorprendida. A su imaginación, ya sobreexcitada, le pareció como si la tragedia estuviera persiguiéndole, alcanzándole, obstruyéndole el paso. Vio un rostro joven; en realidad, era en lo punzante de su juventud donde estribaba su tragedia. Rehaciéndose a toda velocidad, logró mantenerse erguida y no vomitar.
La muchacha permaneció en pie, vigilante y hostil.
–¿Qué quiere usted? –preguntó, con voz altiva.
La profesora contestó en voz baja:
–¿Está Vincent?
–Sí, pero no va a recibirla. No recibe a nadie que no conozca. Y a usted no la conoce, ¿verdad?
Empezó a cerrar la puerta pero Autrey se lo impidió. Una furia súbita le invadió.
–Claro que me conoce –dijo–. Y ahora me conocerá mucho más.
Ingresó en el modesto departamento de Vincent y con una mirada lo recorrió: los hermosos cuadros de barcos pegados en las paredes blancas, las torres y torres de papel sobre la mesa, una que otra planta para dar algo de oxígeno en cada rincón, los sillones grandes, un poco gastados, pero cómodos...
La figura de su novio, vestido únicamente con una toalla, le devolvió a la realidad.
–¡Autrey! –exclamó, nervioso.
La joven cerró la puerta y se acercó a Vincent. Autrey se quedó de pie, inmóvil, con sus ojos oscuros clavados en los azules de él.
–Vete a la habitación, Hester. Déjanos un momento a solas.
–¿Quién es ella, mi amor?
–Una amiga.
Autrey, con aquellas palabras, perdió el control de sí misma. Su temperatura subió; sus puños comenzaron a temblar, a brillar un poco, y de su frente cayeron dos gotas de sudor que rápidamente se evaporaron.
–¿Autrey, te pasa algo? –oyó, lejana, la voz del hombre.
No, no iba a dejar que él la viese en ese estado. Quizá media hora antes lo hubiera hecho, pero ya no. No había razón. Se serenó a base de orgullo. Sonrió irónicamente.
–No, ya no pasa nada –dijo–. Nada de nada. Simplemente nada.
Se giró y echó a andar hasta la puerta. Una mano le detuvo.
–No, por favor... Puedo explicártelo...
Ella abrió la puerta y se soltó.
–No hay nada que explicar. ¿No entiendes? Ya no hay nada que explicar. Porque tampoco hay nada entre nosotros. N-A-D-A. ¡Nada! Adiós.
Cerró con un portazo y ni siquiera esperó el ascensor. Bajó corriendo las escaleras a toda velocidad, y salió del edificio llorando hasta una esquina desolada.
Había comenzado a llover de una manera torrencial. Era una lluvia constante, una lluvia minuciosa y opresiva. Era un chisporroteo, una catarata, un latigazo en los ojos, una resaca en los tobillos. Era una lluvia que ahogaba a todas las lluvias, y hasta al recuerdo de todas las lluvias.
Autrey suspiró en la lluvia y, cansada de correr, se detuvo ante una tienda abandonada. Levantó la vista y vio su rostro reflejado en el vidrio, con sus ojos tan mojados como su cabello y su sonrisa tan ausente como el frío. Había, sin embargo, algo que no encajaba. ¿Los ojos? Los observó: donde los de ella eran negruzcos, apagados, los del reflejo eran dorados, centellantes...
Retrocedió un paso. ¿Por qué todas las cosas malas le estaban pasando a ella? ¿Por qué? ¿Acaso existía un Destino tan malévolo para dar, a una sola mujer, todas esas penurias? Aquella estaba siendo, sin duda, una de las peores semanas de su vida. Sus manos se calentaron y brillaron y de su cabello comenzó a brotar, en innumerables partes, un vapor blanquecino. Su corazón se aceleró más y más. Iba a explotar, y su cuerpo iba a transformarse en miles de pequeñas partes encendidas, en miles de pequeñas mujeres que iban a incendiarse hasta desaparecer.
Elevó su mano hasta el vidrio y con fuerza, con toda su fuerza, lo golpeó. El cristal salió disparado como en una explosión en todas direcciones a gran velocidad, y de pronto miles de bellas luciérnagas encendidas cayeron al piso en un bello espectáculo en que se mezclaba el fuego con el agua.
Cerró los ojos, y al abrirlos, comprobó que todo había pasado. La ira, el enojo... sólo quedaba la pena. Una pena profunda, la más profunda, reflejada en lágrimas que seguían brotando y brotando como una cascada.
Metió las manos –una le sangraba, y tenía varios fragmentos de cristal incrustados– en los bolsillos de su abrigo y emprendió su camino de vuelta a casa.
No dejó de llorar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario