Sofía había llegado media hora antes al Café. Como buen jueves, había hecho clases en la mañana a unos especialistas en la universidad, y como habían tenido examen ella había salido antes. Había acudido de inmediato a la llamada urgente de Autrey.
Se recostó en su silla y estudió a su antigua amiga con atención. Lo que vio le gustó.
También a Autrey le gustó Sofía. Sentía que hablaba con alguien que comprendía sus sentimientos y su punto de vista, alguien a quien no debía mentir.
–Fuiste muy amable en juntarte hoy conmigo, Sofía –dijo–. Necesitaba conversar contigo antes de que llegara la noche.
–Nada de eso. Ya sabes, para eso estamos las amigas. Además, me aburro de muerte los días jueves, porque me toca hacer clases y siempre son en la mañana. Me invento panoramas o me busco compañía, porque sino mi tarde se hace larguísima, y ya sabes, mi mente es activa y debo ocuparla en algo. De modo que no te disculpes por robarme mi tiempo –guiñó el ojo.
–Bueno... si tú lo dices, te creeré.
Observaron, pensativas, lo que había del otro lado del ventanal: una calle vacía, un día gris...
–Dime, entonces, que es eso tan urgente que tenías que contarme y que no podía esperar a la noche. Me dejaste increíblemente entremetida cuando me llamaste.
Autrey sonrió.
–¿Por dónde comenzar?
Contó, en primer lugar, lo que había ocurrido en su trabajo nuevo, y cómo había llegado a conseguirlo; habló de la entrevista con el Director. Luego, y con muchos detalles, explicó el problema con su novio, todas las ausencias de éste y cómo no le contestaba, a veces, las llamadas. Sofía se sobresaltó.
–¿De veras no te contesta? A mí me parece que hay gato encerrado...
–¿Qué? –preguntó Autrey.
–Lo que oyes. ¿Sabes? Cuando un hombre no contesta a las llamadas, siempre significa que pasa algo malo. O que está pasando, ¿entiendes? ¿Por qué no me contaste antes?
La profesora meneó la cabeza.
–¡Tu novio anda metido en problemas de faldas! Es lógico. Y comprensible. Hace tiempo, me contaste que ninguno de los dos tenía mucho tiempo para el otro por culpa de sus trabajos, y que desde hacía ya mucho tiempo no tenían intimidad. Una mujer puede vivir sin eso, pero un hombre...
–Los hombres son todos iguales –interrumpió, y un calor súbito la invadió, tal como pasara en la entrevista con el Director.
–Exacto. Y por eso digo que es comprensible. Pero sin embargo, no tiene justificación. ¿Estás bien?
Autrey sonrió y, concentrándose, asintió. El calor disminuyó progresivamente...
–No tengo pruebas –dijo después–. Estamos especulando... en realidad, yo creo que él no hace nada malo. Quizá solo tenga mucho trabajo.
Sofía se encogió de hombros.
–Eso espero. Si no, vas a sufrir una enormidad –sentenció.
La camarera del lugar se acercó con actitud desenvuelta y con voz ronca preguntó si iban a tomar algo.
–Yo quiero una bebida –dijo Autrey, que consideraba que el alcohol era una forma de evadir problemas, y tenía un asqueroso sabor a planta.
–Y yo quiero una cerveza.
–Enseguida.
Con un movimiento de cabeza la camarera se retiró. Y con ella, la sonrisa de Autrey.
–¿Te preocupa algo, Autrey? –inquirió Sofía.
La profesora asintió sin inmutarse. Tranquilamente dijo:
–Sí. Estoy preocupada. Tengo un enorme problema, y no sé qué demonios es.
–¿Cómo...
–Te explicaré. Anoche, llegué a casa y había un hervidor. Al tomarlo, mis manos lo calentaron sin yo saber cómo...
–Con que eso fue lo que ocurrió.
–Sí.
–Extraño –interrumpió Sofía.
–Sí, y eso no es todo. Después de eso me desmayé, y tú me llevaste a la habitación. Desperté mejor. De hecho hablamos un rato... pero luego sucedió.
–¿Cuándo me fui?
Hubo un silencio.
–¿Qué sucedió? –hubo una pausa momentánea– ¡Oh vamos, le pones tanto drama!
Autrey miró sus manos. Su voz tembló.
–Me vino un repentino dolor de cabeza, todo tembló. Mi caja de sorpresas iba a explotar. Mis manos se encendieron, y quemé un árbol sin siquiera estar cerca. Todo ardió hasta convertirse en pequeñas mariposas grises. Pensé que era un sueño, pero esta mañana... esta mañana he visto el árbol.
Sofía tenía los ojos muy abiertos y estaba perpleja, pero al ver el rostro acongojado de su amiga se calmó.
–Suena muy... fantástico –dijo–. Demasiado. Es increíble...
Hubo un silencio sepulcral. La camarera volvió con una bandeja y dos vasos. Sirvió y se retiró sin pena ni gloria. Autrey suspiró.
–¿Qué debo hacer? –preguntó, dando un sorbo a su refresco.
Sofía se encogió de hombros.
–No lo sé. Quizá debas esperar un poco a ver qué sucede –rió–. O quizá debas llamar a un espiritista.
–¡Eres increíble! –exclamó Autrey– Nunca dejas ese humor tuyo. Creo que necesitas un psicólogo...
–Soy uno.
–Por eso lo digo. Quizá te estás volviendo loca.
Ambas rieron un rato. Autrey pensó que para estar un poco más segura le preguntaría a su novio; luego no dijo nada. En cambio, se limitó a cambiar el tema de conversación, y a almorzar con su amiga.
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