A las once de la noche, Autrey abrió los ojos gradualmente. ¿Qué había pasado? ¿Dónde estaba? En realidad no recordaba mucho, pero, poco a poco, imágenes de lo ocurrido asomaron a su memoria. Se había desmayado, y estaba en su cama. Seguramente Sofía la había subido, con todo lo que eso significaba. Luego le agradecería.
Se puso de pie de un salto y se acercó al espejo. Vio a una mujer alta, de buena figura, con los ojos oscuros pero intensos y el cabello aún amarrado en una cola, vestida con unos pantaloncitos cortos y una blusa suelta. No había estado nunca muy contenta con su aspecto. Le decían a menudo que tenía bonitos ojos negros, pero seguramente se lo decían porque su nariz era demasiado aguileña y la boca un poco pequeña. Además, tenía las orejas demasiado cerca de los ojos. Lo peor de todo era ese pelo incómodo que resultaba imposible de arreglar. A veces su madre le acariciaba la cabeza llamándola la “muchacha de los cabellos espirales”, como si fuera una gran gentileza. De todos modos, no se sentía muy mal por esto, pues siempre había logrado rescatar las miradas de la gente que le rodeaba. Un poco más, sin embargo, no le habría hecho nada mal.
Avanzó hasta la ventana sintiendo un pequeño dolor de cabeza, y con cuidado se sentó en el alféizar. La abrió. Posó la mirada en el inmenso cielo negro que cubría todo con su manto de sombras, y en la luna que, desmembrada, reposaba en lo alto. No hacía ni frío ni calor. Era una noche tranquila, de poco viento, muy otoñal.
Suspiró. ¿Qué había pasado realmente en la cocina? ¿Y por qué? No sabía muy bien. Quizá estaba enferma, quizá necesitaba ir al médico. No lo sabía, pero tenía que averiguarlo. Tenía un presentimiento extraño: algo iba a ocurrir y no sabía qué...
En aquel momento sonó la puerta.
–¿Autrey?
La muchacha se sobresaltó.
–Pasa, Sofía –exclamó.
La puerta se entreabrió y el rostro fulgurante de la psicóloga le saludó con una sonrisa. Tenía el cabello bien recogido en un tomate, algo poco usual en ella, y llevaba los labios pintados con unos suaves colores sepia, que hacían resaltar sus ojos.
–¿Cómo te sientes?
–Mejor. No sé qué me pasó...
–Yo tampoco. De pronto estabas bien, y al segundo siguiente estabas desmayada. Todo un suceso, ¿no crees?
Autrey sonrió y asintió con un movimiento de cabeza. Sofía se acomodó en la cama de la profesora, y desde allí dirigió una mirada al mismo cielo negro que, unos momentos atrás, observaba su amiga.
–Oye, vine porque necesito que me prestes ese chaleco que usaste el martes.
–¿Cuál? –inquirió la profesora.
–El azul. Ese que usaste el martes, ¿no recuerdas?
Autrey se iluminó de pronto y se acercó hasta su clóset.
–Déjame decirte que te aceptaron en aquel Instituto –dijo Sofía, que al ver el rostro de Autrey explicó:–. Leí tu carta.
–Ah, ahora entiendo. ¡Perfecto! –exclamó.
Ambas se quedaron en silencio un rato, cada una pensando en cosas distintas. Finalmente Autrey encontró el chaleco que su amiga quería.
–Gracias –dijo la psicóloga, y se puso de pie–. Ahora me voy. ¿Segura que te sientes bien? ¿No quieres nada?
Autrey meneó la cabeza.
–No, gracias.
Sofía caminó hasta el umbral de la puerta.
–Como quieras. Si quieres algo, sólo pídelo, ¿sí?
–Sí.
–Entonces buenas noches.
–Buenas noches, Sofía.
La puerta se cerró con suavidad y la joven quedó sola. Debía prepararse, reflexionó, porque al día siguiente le tocaría un día duro si quería caerle bien al Director en el Instituto. Se fue a la ventana y, dubitativa, la abrió con cuidado. Se asomó.
Recordó de súbito la experiencia con la hervidora y sintió que un calor cada vez más intenso la invadía nuevamente. ¿De nuevo? Trató de serenarse. Pensó en otras cosas; cantó una vieja canción de cuna. Sin embargo, poco a poco su voz fue debilitándose. Intentó controlarse, pero no pudo. Todo comenzó a alejarse. Contempló sus manos y vio, para su sorpresa, que éstas brillaban de una manera peculiar, como si se estuvieran incendiando. El calor ya era insoportable. Todo giraba, daba una y otra vuelta, y otra vuelta, y otra vuelta...
Nadie vio cómo de las manos de Autrey brotaba una llamarada que descendió en espiral hasta el abedul del patio, incendiándolo en una enorme columna de fuego que se elevó en la noche negra. El fuego ascendía en forma de infinitas brasas con un sonido sordo y continuo de vaivén, ennegreciendo y cambiando la forma de las hojas y del tronco. Y todo iba volviéndose ceniza, como en una enorme hoguera...
Nadie la vio tomándose la cabeza; el cabello, antes amarrado, estaba suelto. Se acuclilló. Estaba cansada, muy cansada, y también perpleja. No sabía qué había ocurrido.
Por la ventana entraban luces en diversas tonalidades de amarillo, rojo, y naranja. Se oían a lo lejos algunas voces de gente que, preocupada, había salido a la calle.
Pero nadie la vio.
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