Andando por la vacía calle que iba a dar a la pequeña Plaza de San Jaime, Autrey Thomas dominaba con la vista el preciso dibujo del lugar: las casas que se parecían unas a otras y sólo variaban el color, la ordenada falange de árboles que desfilaban uno tras otro a un lado de la vereda, todo. Corría el mes de agosto, y aquella hermosa tarde había transfigurado con su embrujo los hogares, que, a contraluz, parecían enormes bestias en descanso. Los edificios que se divisaban en la lejanía, aquella hermosa tarde, se habían convertido en hoscas y rígidas construcciones de ensueño, que poco a poco se iban oscureciendo con el descenso del sol.
Tranquila, Autrey dejó que sus pies le condujeran hasta la esquina. Anduvo sin pensar en nada en particular, apenas recordando una canción, pero, sin embargo, aminoró el paso como si de la nada hubiera surgido un viento, como si alguien hubiese pronunciado su nombre.
Del otro lado de la esquina, pensó, estaba su hogar, la humilde casa que compartía con su amiga y que tanto esfuerzo había costado. Un lugar apacible, donde no ocurrían muchas cosas. ¿Qué le pasaba, entonces? ¿Tenía miedo de doblar? Varias noches antes había visto una sombra perderse en un callejón justo en el momento en que ella aparecía, justo antes de que pudiera enfocarle con la mirada o dirigirle alguna palabra.
Se armó de valor. Dobló la esquina, pero no vio a nadie. Suspiró.
Autrey miró el buzón del correo al abrir la verja de su jardín. Generalmente, allí encontraba un montón de cartas de propaganda y algunas cuentas, además de algunos sobres con cartas secretas, grandes, para Sofía. Tenía la costumbre de tomarlas todas y entrarlas a la casa, dejándolas sobre la cocina. Ocurrentemente, llegaba uno que otro boletín informativo de la universidad donde ella había estudiado pedagogía, pero no eran sino invitaciones a distintas charlas, y alguna que otra noticia.
Aquella tarde, sin embargo, no había nada salvo un pequeño sobre que llevaba su nombre en el reverso. «Para la señorita Autrey Thomas –leyó–. Instituto Presidente Montag». El corazón le dio un vuelco.
En cuanto cerró la puerta de la verja se encaminó hasta la pequeña escalinata de su casa, y, con los nudillos, golpeó la puerta suavemente. Unos segundos después la puerta se abrió con un chirrido.
–Hola, Autrey –saludó Sofía, haciéndose a un lado.
–Hola.
La joven pasó y se sentó en el sofá, dejando en el camino con un pequeño quejido su pesada mochila.
Sofía era una psicóloga de cejas angostas, agudos ojos pardos y nariz inflada. Tenía el cabello marrón largo acomodado en un cómodo y sencillo peinado, y su postura, aunque recta, dejaba entrever algunos deslices de inconformidad que seguramente tenían que ver con el poco sueño de la noche anterior.
–¿Cómo te fue hoy? –preguntó la psicóloga.
–Bien, ya sabes. Salvo algunos problemas conductuales, lo mismo de siempre.
En sus manos, la joven tenía la carta del instituto. Su cabeza estaba medio inclinada para observarla más cómoda; su rostro era delgado y blanco, y reflejaba una especie de curiosidad que rozaba la ansiedad.
–¿Qué es eso?
–Un sobre que contiene mi futuro y el de mi mamá. Ha llegado hoy del instituto Presidente Montag. Hace tiempo mandé una solicitud de empleo, y hoy vencía el plazo para una respuesta. Estoy ansiosa por saber cómo me fue.
–Entonces ábrela...
Autrey suspiró. Se puso de pie y arrojó el sobre a las faldas de su amiga. Anduvo unos pasos hacia la cocina y se detuvo en el umbral.
–No quiero. Quizá después.
–¿Tienes miedo?
–No. Miedo no. Estoy ansiosa, que es diferente. Si me dicen que no, significa que no podremos optar al crédito para la casa de mamá. Ésta es mi última opción, ¿recuerdas?
Se dirigió al cuarto contiguo y alimentó, con el agua del fregadero, la hervidora. Luego la conectó. Sofía le habló desde el vestíbulo.
–¿Puedo abrirla por ti?
–¡Haz lo que quieras! ¿Quieres té, o prefieres café?
–Dame té, por favor –hizo una pausa–. ¿Crees que te dieron el puesto? Honestamente.
Rasgó el papel y abrió el sobre. Autrey, entretanto, preparó las tazas con prolijidad y lentitud, y colocó, después, el pan en la panera. Mientras llevaba todo a la mesa del comedor, su amiga encendió la radio, colocando una canción antigua de Led Zeppelin que a ambas gustaba.
La joven se acercó a la hervidora para ver si estaba conectada y la tomó con ambas manos. En ese momento, sintió que su temperatura corporal aumentaba, que su frente sudaba, y que sus manos, de un momento a otro, se calentaban y brillaban. El agua burbujeó rápidamente, y el sorpresivo pitido le hizo retroceder y dejar caer la máquina con un estrepitoso sonido. Todo el piso se mojó con agua, que se evaporó casi instantáneamente.
Sofía corrió a ver qué pasaba. Al entrar a la cocina, vio que Autrey observaba el piso anonadada e inmóvil. Preguntó qué había pasado.
No obtuvo respuesta.
... y qué sigue???? =o
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