La mañana siguiente fue una mañana fría. Los faroles brillaban contra el cielo gris; ninguna brisa movía las cortinas. Se sentía más tranquila, descansada. Todo, pensó, había sido un sueño, un mal sueño, del cual había despertado; el árbol nunca se había quemado, nunca había sentido calor alguno...
Se frotó la cara con las manos. Se incorporó y tomó de su escritorio una pequeña caja de sorpresas, que escudriñó con la mirada y las manos. ¿Cómo abrirla? ¿Cómo comprenderla? Era, tal vez, como el cerebro humano. O como un corazón. Lo intentó y lo intentó..., pero todos los esfuerzos fueron inútiles: el títere no saltó a la luz con un grito, ni sacudió las mangas de terciopelo en el aire, ni se balanceó en una docena de direcciones con una sonrisa amplia y pintada. Seguía apretado bajo la tapa, en un rígido entumecimiento, resorte sobre resorte. Poniendo la oreja en la caja podían oírse la presión interior, el miedo y el pánico del juguete atrapado. Era como tener en la mano las ideas de alguien, que ansían salir.
Autrey dejó caer la caja sobre la cama y suspiró.
Era temprano. La alarma aún no sonaba, y todo estaba quieto en la habitación silenciosa. Autrey se llevó una mano a la cabeza y, delicadamente, se revolvió los cabellos. Se levantó tratando de no hacer ruido, y, con pasos lentos y acompasados, caminó a la ventana; tenía una duda. La abrió con cuidado y se asomó.
–No...
La brisa meció sus cabellos dócilmente. Autrey miró el árbol quemado. Todo su tronco y sus ramas estaban negras, y tenían una forma aterradora, sorprendente, como cabellos rígidos que se entremezclaban al cielo. A su alrededor, un pequeño círculo de hierba había desaparecido, dando paso a la más desolada tierra. De algunos puntos negros brotaba un humo espeso, que se encumbraba hasta perderse en la grisácea capa de cielo.
“Estoy loca”, pensó. Y corrió al cuarto de baño.
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Sentado en un inmenso sofá antiguo y bastante caro, y con la vista puesta en una interesante hoja de antecedentes; oculto de la mirada inquisidora de Autrey detrás de sus alargadas y delgadas lentes, un hombre alto y delgado –Andrew Seward, director del Instituto Presidente Montag– revisaba los papeles de la nueva profesora.
–Muy interesante... –dijo, pasando de una hoja a la otra lentamente y con un débil sonido.
Autrey esperó a que terminara y con un hilo de voz preguntó si todo estaba bien; él sonrió.
–Claro que todo está bien, señorita Thomas. De hecho, estoy impresionado. Para mí es muy importante una buena mezcla entre juventud y experiencia, lo que precisamente veo en usted. Sus papeles lo expresan muy bien en ese sentido: colegio Minotauro, colegio Planeta y colegio Boff. A sus cortos veintiocho, ha usted ya trabajado en muchos colegios, y en todos ha estado al menos dos años. Una niña prodigio de la universidad, ¿no?
Seward dejó caer los papeles sobre el escritorio que estaba a su lado y con actitud haragana se apoyó en el respaldo del enorme sofá. Juntó sus manos sobre su regazo.
–Quisiera pasar, por ende, a otro tema. Le preguntaré específicamente por qué quiere trabajar con nosotros. ¿Qué ve en este lugar, que no haya visto en otros? –hizo una pausa–. Por favor respóndame honestamente; si hay algo que detesto son las mentiras.
Autrey pensó de inmediato en su casa y en su madre. Si obtenía el empleo, podía optar de inmediato a un crédito bancario para comprar su casa, lo que significaba que toda su economía se estabilizaría y quizá, incluso, en vacaciones pudiera sacar a pasear a su madre. Por eso, hubiera querido gritarle a Andrew Seward: “¡Hey, idiota, lo hago porque me ofreces el doble de mi sueldo actual!”, pero aquello sencillamente le hubiera costado todos sus esfuerzos. Se limitó a responder:
–Aquí el proyecto educativo responde más a mis intereses.
Seward encendió un cigarrillo. La vista de la llama del encendedor, delgada y fuerte, provocó en la profesora una sensación de asfixia y agitación. Por un momento creyó perder el control de sí misma, pero logró tranquilizarse antes que pasara nada malo. Luego de aspirar con fuerza el humo, el Director volvió a tomar los papeles.
–Ya veo...
Sacó de su bolsillo un bolígrafo y firmó al final de unas hojas. Autrey respiró hondo.
–Tome –dijo él, alargándole los papeles firmados–. Éstos debe presentarlos en la Secretaría de Docentes para que le den toda la información que necesita, el uniforme, y los proyectos de estudio de sus cursos. Debe regirse a ellos y, cualquier duda, allí le atenderán. En última instancia, diríjase a mí y yo también le ayudaré, ¿entendido?
Se puso de pie y alargó su mano hacia la mujer. Autrey le secundó, y, contenta, le agradeció todas las molestias.
–No son molestias, señorita Thomas. Usted me necesita a mí y yo la necesito usted. Son negocios...
La profesora asintió y con pasos firmes abandonó la sala. Al salir, echó a andar por un largo pasillo, bajando unas escaleras y doblando en dos esquinas, siempre oliendo aquel raro aroma de otoño. “Todo había salido bien –pensaba, y caminaba con seguridad–. Quizá deba ir y contárselo a Sofía”.
Aquello le devolvió a la realidad como quien cae, del cielo, a la tierra. Primero, estaba aquel tema del fuego. Fuego, fuego, fuego... fuego quemándolo todo e incendiando árboles, casi matando amigos, casi causándole infartos a mamá. ¿Qué estaba pasando con su vida? ¿Acaso no tenía ella el control de nada? Luego, recordó que hacía tiempo que no hablaba con su novio. Dos días, casi. Las cosas no parecían andar bien, pues cada uno andaba por su lado y casi nunca se llamaban. ¿Era eso una relación? Si lo era, debía ir a verlo; si no… quizá también. Tomó su decisión. Movió un pie, luego el otro, y luego el otro, iniciando una cadencia ininterrumpida. Dejó que ellos le llevaran hasta la entrada del metro, donde el tren silencioso, propulsado por aire, se deslizaba por su conducto lubrificado bajo tierra abriendo sus puertas de par en par para devorar a sus víctimas.
Entró al tren y suspiró.
–Un problema a la vez –se dijo, intentando infundirse ánimos–. Y el primero es el del fuego. Necesito hablar con Sofía.
–¿Disculpe? –preguntó una mujer regordeta– ¿Me habla a mí?
La profesora no pudo evitar reír.
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