Carolina aspiró el aire contaminado de Santiago. Lo hizo con fuerza, para así sacar los malos aires de su cuerpo, y comprobó que era aire y no respiración o sudor de alguien más. La sensación de aquello, luego de salir del metro, no tenía precio. Era lo mejor que podía pasarle a una persona. Sonrió.
Ahora, si el aire estaba contaminado, si el aire era aire en Santiago, importaba poco.
Carolina echó a andar y subió por las escaleras que le llevaban al paradero de la micro. Llevaba las manos en los bolsillos y una bufanda alrededor del cuello. Aunque hacía frío, se sentía bien, e incluso sentía las mejillas algo prendidas. Quizá fuera la emoción de llegar pronto a casa, no lo sabía.
Oyó que un ¡puf! soltaba al tren y éste comenzaba a andar por debajo del concreto. Oyó un ruido de ruedas chocando contra algo metálico, como un corcel que pelea un poco contra su jinete antes de ponerse a andar. Oyó, luego, la brisa que meció sus cabellos desordenados arriba. Oía, para no pensar. Oía y caminaba.
Anduvo hacia el paradero pero un par de metros antes, aminoró la marcha. Había oído a Ruth, la noche anterior, comentar en la mesa que había visto en uno de los paraderos que solía recorrer un asalto, y, por si las moscas, quiso evitar cualquier percance. Se detuvo antes de un basurero y esperó tranquila.
Cuando la micro llegó, Carolina la abordó y pasó su tarjeta. Se sentó en el primer asiento, ignorando al chofer que a su vez le ignoró a ella, y posó de inmediato sus ojos en las luces que provenían de la calle y del paisaje; adentro no había luz. Se sintió extasiada del espectáculo, ya que pocas veces los choferes apagaban las luces, y trató de disfrutarlo al máximo. Cuando el vehículo se puso en marcha, las luces rojas, verdes, amarillas y blancas se fueron turnando y traslapando, bailando al ritmo del vehículo. Era un espectáculo hermoso, muy hermoso.
Por la acera del frente, vio que un automóvil tenía las luces rojas, blancas y amarillas encendidas y, además, tenía por debajo unas luces azules. Seguramente era un taxi, pues llevaba algo como un anuncio verde de neón encima del techo. Su motor rugía, y su velocidad aumentaba con cada segundo. Carolina concluyó que el abanico de colores y luces que aparecería ante su ventana sería asombroso, y lo observó atenta.
El motor rugió con más fuerza y la velocidad del vehículo aumentó. Carolina observó, durante medio segundo, el espectáculo más asombroso de su vida, con múltiples colores transformados en nítidas luces alargadas como tubos, una sobre la otra, una junto a la otra, una encima de la otra. Y vio colores naranjas, cafés, morados e incluso algo de gris cuando éstos comenzaron a alejarse, a mezclarse, a fundirse.
Su cabeza casi se le dio vuelta y su cuello casi se rompió intentado seguir con la vista al vehículo, y una silueta que iba en el asiento posterior se percató de esto y sonrió. Sus ojos, negros de contornos verdes, brillaron en la oscuridad.
Cuando todo estuvo en tinieblas para Carolina otra vez, cuando ya las luces perdieron su atractivo por no parecerse a aquel vehículo, cuando todo pasó, Carolina percibió esos ojos. Se preguntaría, después, por qué los había mirado, pero no tenía razón alguna. Quizá lo más probable sería su posición después del espectáculo, con la mirada puesta en diagonal hacia atrás. Pero no, quizá no fuera eso. Quizá fuera algo más.
Y sus ojos se posaron en esos ojos, y sus ojos se perdieron en esos ojos, y sus ojos se convirtieron en esos ojos. Y, desde ese momento, no quiso desprenderse de ellos. Desde ese momento, supo que algo iba a pasar.
-Cuida tu cuello -dijo la silueta masculina dueña de aquellos ojos. Carolina sonrió.
-Lo intentaré.
Sus palabras se convirtieron en susurros y lentamente murieron en aquel espacio vacío entre los asientos.
Los brazos de aquella silueta asomaron por encima del asiento y se apostaron relajadamente cerca de Carolina, aunque muertos, sin movimiento. Ella los observó casi sin prestarles atención.
-¿Verdad que es hermoso viajar de noche? -preguntó él, con voz aterciopelada. Relajada.
Carolina asintió. Afuera, sin embargo, no había nada digno de verse ahora. La luz anterior, aunque de fuerte impresión, ahora parecía muy lejana. A miles de años luz. Para Carolina, sólo había oscuridad por todos lados, oscuridad porque los brazos le tapaban la vista de aquellos ojos.
-A mí me gusta porque se ven muchas cosas interesantes -bajó los brazos; sus ojos otra vez se posaron en los de Carolina-. Muchas cosas interesantes...
-¿Sí?
La mujer intentó desviar la conversación de aquellos ojos.
-Ésta es la primera vez que me toca ir con las luces apagadas. Pero el espectáculo que he visto hoy ha sido asombroso -murmuró.
El hombre comprendió. Sus brazos nuevamente se interpusieron entre sus ojos. Eran los brazos de alguien joven, y estaban cubiertos por una chaqueta café. Quizá fuera alto.
-Como las luces, también están los sonidos -dijo él-. Aunque claro, entre los sonidos de la micro y los sonidos de la calle no se puede distinguir muy bien. Prefiero los sonidos que hace la ciudad cuando uno puede realmente escucharlos.
Carolina miró el resto del vehículo por detrás de la silueta con la que conversaba y comprobó que, en aquel momento, no había nadie más a bordo; sólo iba el chofer, que llevaba sus audífonos y escuchaba música. Además, comprobó también que faltaba poco para bajarse, por lo que agarró su bolso con las manos.
El motor, ahora que lo pensaba, realmente sonaba muy fuerte.
-No sé si los sonidos de la ciudad pueden ser realmente tan fascinantes -dijo, sonriendo-. A veces uno sabe qué puede escuchar.
-¿Cómo te llamas? -preguntó él.
-Carolina.
-Muy bien, ése es un sonido fascinante.
De pronto, apareció clara en la oscuridad una sonrisa. Una sonrisa perfecta.
Carolina se puso de pie, nerviosa, y dio un paso. El hombre dio un salto y se puso delante de ella.
-¿Bajas aquí? -preguntó.
-Sí -respondió ella.
-Qué coincidencia. Yo también.
Caminaron juntos hasta el fondo y él apretó el timbre. Una luz se prendió en la cabina del chofer y éste meneó la cabeza como si lo hubiesen despertado de un largo sueño. Inmediatamente después, la micro se detuvo, y con un sonido como un ¡puf!, la puerta se abrió y los depositó sobre la fría acera bajo una farola y junto a un paradero.
En ese momento, Carolina le vio completamente. Él era un hombre alto, una cabeza entera más que ella, de cabello negro y tez blanca, muy blanca. Iba vestido con una chaqueta café, con una camisa celeste, y sus pantalones eran unos jeans nuevos muy oscuros. Llevaba unos zapatos sin plataforma, negros con puntas blancas.
-¿Hacia qué lado vas tú? -preguntó él, y sus manos se metieron en sus bolsillos.
Carolina indicó hacia atrás con el pulgar y sonrió. Sintió qué algo le recorría la espalda de arriba a abajo cuando él le devolvió la sonrisa y comprobó que la temperatura había bajado considerablemente.
O quizá había subido.
-Ah. Entonces hasta aquí llegó nuestro viaje. Yo voy para el otro lado.
Ella se encogió de hombros. Cruzó, una última vez, sus ojos con los de él.
Se miraron unos segundos en silencio, dejando que el frío se colara entre sus ropas, y finalmente Carolina comenzó a caminar. Primero hacia atrás, lentamente, y luego de un giro hacia adelante. Se detuvo cuando él le llamó, unos segundos después.
-¿Carolina?
Ya estaban a varios metros de distancia.
-¿Qué? -preguntó ella.
-¿Puedo hacerte una pregunta?
La mujer asintió. Miró el parque que separaba ambos sentidos de la calle a las espaldas del hombre y lo vio vacío pero iluminado.
-¿Te veré alguna vez de nuevo por aquí?
-Quizá -respondió-. Es una ciudad pequeña.
-Ah. Bueno. Si tú lo dices, te creeré. Buenas noches, Carolina.
-Buenas noches...
El hombre se volteó, miró a ambos lados de la calle y cruzó trotando. Carolina dio un paso hacia adelante.
-¡Detente! Aún no me has dicho tu nombre.
-¿Qué? -dijo sin detenerse.
-¡Yo te dije mi nombre, pero tú no me dijiste el tuyo! -explicó a grandes voces Carolina.
Él sonrió.
-¡Cierto! -exclamó rápidamente- ¡Buenas noches, Carolina!
Y, con la misma velocidad de su respuesta, salió corriendo. En unos instantes, se había perdido detrás de una esquina.