El otoño poco a poco llegaba al corazón del bosque. Allí, donde la luz sólo alumbraba dos tercios del día, tenue por la presencia inagotable de miles de hojas de árboles, se mantenía aún sostenida una casa de ladrillo rojo, enredaderas trepadoras y ventanas amplias.
Era una casa que había estado abandonada por más de cinco años, y de la cual no se había perdido nada, producto ya de la ineficiencia de los ladrones de la zona ya por el difícil acceso. Era una casa grande, muy grande, y bella, muy bella.
Esta casa estaba cubierta casi en su totalidad por enredaderas verdes (creo que ya las había mencionado), y por las ventanas sólo se podía distinguir oscuridad, abismante oscuridad.
Para una persona común y corriente, era un lugar misterioso, legendario y sobre todo aterrador.
Para mí era mi casa, el lugar donde había crecido.
¡Qué años aquellos! Recuerdo cuando jugaba con mis hermanos pequeños, cuando salía a correr por el bosque o cuando me perdía en la espesura para no volver sino hasta la hora del té. Todos, recuerdos fugaces y hermosos.
Claro que de todo eso ha ya mucho. Ahora, el lugar me parece un baúl de fantasmas, un lugar donde solo el diablo podría ir a dormir. Un viento frío sopla a mi derecha, me arremolina el cabello y me hace rechinar dos segundos los dientes. El viento parece murmurar, parece cantar...
Suspiro y comienzo a caminar, ansioso de entrar a la casa, mi casa. Manos en los bolsillos, cigarrillo en la boca, humo en el aire, la melancolía de los recuerdos en mi corazón.
Al llegar a la puerta de la casa, de madera de roble, dejo caer lo que queda de mi cigarrillo y lo aplasto con el pie; de mi bolsillo derecho saco un juego de llaves metálicas, frías, muertas, y pongo una en la cerradura.
Con un rechinar horrible, producto de la oxidación de los años, la puerta se abre. Frente a mí, una casa oscura y llena de telarañas en el umbral. Oigo un sonido tras de mí; como si algo que no debía moverse se hubiera movido, más no le presto atención pues debo continuar.
La casa ejerce en mí una especie de hechizo mágico, una atracción casi sexual. Me incita a entrar, a recorrerla de pies a cabeza, a...
No, no puedo caer en malos pensamientos; no tengo tiempo. Antes de poder siquiera pensar ya estoy adentro, trayendo a la memoria recuerdos de mi infancia.
Adentro, y luego de unos minutos acostumbrándome, ya puedo ver todo. Telarañas por acá, polvo por allá (y por acá también), y olvido por todos lados. ¿Cuántas veces he recorrido todas estos pasillos? Cientos, miles, ya he perdido la cuenta. Es que todo aquí me atrae, me desespera, me aviva el espíritu, ¡qué pasión!.
Las escaleras me llaman a subir por ellas. Puedo sentir su poder, puedo sentirlo dentro de mí...
Casi con locura subo por las escaleras. Desde este momento, cada paso y cada movimiento debe ser calculado. En este lugar, sé que me costará transitar. Siempre me ha costado, lo recuerdo.
Arriba, todo es distinto. Se puede sentir el frío, el obsceno olor, cada malévolo sentimiento se puede sentir en el aire. Un pasillo. Y al fondo, una puerta.
Camino apresurado, sólo queriendo continuar. Extasiado, llego a la puerta.
Toco.
Pero... ¿por qué tocar?
Toco más fuerte y más apresurado, más ansioso de entrar, más asustado de no entrar.
Algo camina en las escaleras, atrás.
No camina, corre.
Sube.
La puerta se abre.
Adentro, la cama donde dormía cuando pequeño.
Ensangrentada.
Con mi pequeño cuerpo acostado, y el piso manchado de sangre.
Una mano toca mi hombro; el comprendimiento final ha llegado.
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