viernes, 2 de julio de 2010

El Tiempo...



 “In your message you said
You were going to bed,
But I’m not done with the night”
Norah Jones.


-¿Demos un paseo?
La voz tranquila, alegre y suelta de Lorena llega a mis oídos una vez hemos puesto los pies fuera del restaurante, como el tambor golpeado de una batería. Volteo el rostro para argumentar cansancio. Observo cómo su vestido negro se adhiere a su cuerpo, modelándolo de manera sensual; observo su cabello recogido en una cola, y sus tacones. Pero sus palabras llevan mis ojos rápidamente a sus labios, gruesos y sonrojados, los cuales se curvan en una sonrisa coqueta, e impiden mi negativa. Le devuelvo la mueca y me encojo de hombros.
-Por qué no.
De todas formas, pienso, si no acepto, me convencería; siempre es igual. Durante dos años de relación, cada vez que Lorena utilizaba su sonrisa yo caía rendido a sus pies, embelesado por la belleza que adquirían sus facciones, impecables y agraciadas. Y si su primera arma no ofrecía resultados usaba sus ojos, aquellas gemas preciosas del más vivo y cautivante castaño, para obtenerlos, y así conseguía besos, regalos, o lo que quisiera. Podía, incluso, evitar mi mal humor. ¡Aquella vez no sería distinto!
Echamos a andar por la acera de una calle solitaria y lo hacemos a poca distancia uno del otro. Treinta centímetros, quizá. Sin embargo, nuestras miradas no se encuentran, ni quieren encontrarse. Nuestras palabras, tampoco: yo, al menos, ignoro qué decir. Nuestros pasos son lentos, premeditados, y hacen un ruido sordo apenas audible que se pierde a lo lejos, en la negrura de la noche, en el silencio de la ciudad.
Como a eso de las ocho de la noche, nos habíamos dado cita para comer y pasar un tiempo juntos en un restaurante tranquilo e íntimo de la zona oriente. Ya hacía un par de semanas habíamos perdido la costumbre de salir los dos de noche, y aquella invitación había resultado como el desierto florido o un cometa en medio de la noche más oscura, es decir, como un evento extraño, pero hermoso. Lorena, como pocas veces, llegó un poco atrasada. Explicó que uno de los pacientes que atiende día a día en el hospital había tenido un colapso cardíaco, y que, como el médico a cargo ya se había retirado, había tenido que apoyar y asistir al enfermo en su reemplazo. Sin embargo, creo que estaba nerviosa por nuestro encuentro: mientras hablaba sobre la demora, las palabras se le agolparon en la boca reseca, y sus ojos me miraron sin descanso en busca de comprensión. Le perdoné pues me pareció hábil la excusa. Con una sonrisa, y un meneo de cabeza, le invité a entrar al lugar y sentarnos.
-¿Y tú? -me preguntó apenas me coloqué en mi lugar- ¿Llegaste hace mucho?
-No. Llegué hace veinte o treinta minutos atrás.
Con su habitual encanto encogió los hombros e hizo una mueca de culpa. No pude evitar sentir cómo una gran cantidad de electricidad me recorría de pies a cabeza, ni cómo el deseo muerto y enterrado un par de días atrás reverdecía en mi interior.
El mesero apareció y nos tomó el pedido. Como siempre, ninguno de los dos ordenó licor, una costumbre encantadora pero aburrida que tuvimos desde el principio de nuestra relación cuando ninguno tomaba y que mantuvimos aún después, cuando comenzamos a hacerlo. En cambio, ordenamos coca-cola.
-¿Y cómo va el trabajo, Sam? -me preguntó cuando el mesero se marchó.
-Bien. Ya sabes, lo mismo de siempre.
-¿Y tus padres? ¿Cómo está tu mamá?
-Mis padres están trabajando, como siempre. Y mi madre también. Comienzo a creer que nunca dejarán de trabajar. Les gusta tanto o más que tener relaciones -bromeo.
Ambos reímos a carcajadas.
-¡Sam! ¡No digas esas cosas!
-Lo siento...
El mesero volvió con las bebidas y, tras destapar las botellas con gran parafernalia y dejarlas sobre la mesa, volvió a retirarse. Nuestras risas, poco a poco, se volvieron sonrisas. Nos observamos un momento.
-Y hablando de familia... ¿Cómo está Trini? -pregunté, alzando mi vaso y alejando mi mirada, nervioso.
-Muy bien. Te mandó saludos. Ayer me visitó en el hospital; y se quedó en mi casa el fin de semana pasado, ¿recuerdas?
Yo había llamado ese domingo. Asentí. Y mientras Lorena se ponía a hablar sobre lo que había hecho con su hermana el fin de semana, reflexioné y llegué a la conclusión de que toda nuestra conversación no era si no un mecanismo de defensa tácito. Es decir, que sin percatarnos ambos habíamos evitado hablar de nuestros problemas, y los habíamos aislado colocándolos en una bolsa dentro de una caja con una etiqueta donde podía leerse «más tarde». Quizá hasta selláramos la caja. Yo no quería eso. No. Sin embargo, tampoco quería arruinar el momento; ni siquiera habíamos comenzado a comer, y, aunque aún no nos relajábamos completamente, poco a poco volvíamos a ser la pareja que éramos, que habíamos sido. O al menos, en apariencia. ¿Qué hacer?
Lorena llenó su vaso y sus ojos se encontraron con los míos. La duda, la vacilación, desaparecieron cuando el mesero nos interrumpió.
-¿Están listos para pedir, señores?
Caminamos sólo cinco minutos. Avanzamos hasta la esquina, doblamos a la derecha, comprobamos que no hay ninguna persona y que no viene ningún automóvil, y luego cruzamos hasta una plaza, donde la acera se transforma poco a poco en arena, y la oscuridad, en luz. Es un lugar bien iluminado y que resulta acogedor: hay barras, un tobogán, un columpio y otros juegos. También hay una banca justo debajo de una farola, delante de un matorral de arbustos. Sin cruzar palabras, nos dirigimos hacia allá.
Lorena se me adelanta un poco, y bajo la tenue luz anaranjada, la contemplo como un niño sorprendido que contempla la primera estrella de la tarde. ¿Acaso no es la primera estrella de la tarde la señal de la noche, la señal de que el día acaba y ya no hay dificultades, ni problemas? Y mientras avanza Lorena se convierte en la luna de los poetas, de hermosa silueta, y grácil andar; pálida, pero llena de vida. Otra vez me estremezco de pies a cabeza. ¿Por qué he dudado estos días, si al verla, sigo siendo un romántico empedernido?
Atrás ha quedado la cena: las deliciosas merluzas, las papas fritas, la torda de milhojas. Atrás han quedado la luz de las velas, la música en vivo y la pequeña cascada de la fuente, y atrás han quedado también las voces de los otros comensales, ese ligero rumor de compañía que funcionó, durante casi tres horas, como refugio a la intimidad. Ahora, en esta plaza, no hay si no silencio; profundo, y brumoso, silencio. Y no hay nadie salvo nosotros.
Lorena se deja caer sobre la banca y, cerrando los ojos y echando hacia atrás la cabeza, su cuello se relaja y ella suspira. Le alcanzo y me siento a su lado, nervioso. Ambos miramos el cielo, juntos; y, no obstante, no sonreímos. No podemos sonreír.
-Ha sido una gran noche, Sam -dice, con voz alegre-. Hace tiempo que no salíamos los dos así.
Asiento. Ha sido, objetivamente, una gran noche. Desde sus ojos hasta sus palabras, desde su sonrisa hasta sus tacones, cada momento ha sido perfecto, completamente perfecto, y cada momento ha estado donde debía estar, y ha ocurrido como debía ocurrir. Como cada vez que estoy con ella. Como cada instante que hemos pasado juntos.
Entonces... ¿Por qué luego de amarla, siento esta terrible angustia oprimiéndome el pecho? A la velocidad del rayo, la respuesta cruza por mi mente disfrazada de recuerdo. Y de pronto ya no estoy en una plaza, si no en una heladería, y ya no estoy con Lorena, si no con Magdalena; la vieja, la sonriente, Magdalena. Me mira divertida con una cuchara en la mano.
-¿No te vas a tomar tu helado? -inquiere, mientras prueba el suyo- Es chocolate, tu preferido.
Aquel lunes no quise helado de chocolate. Y desde entonces, no quiero nada, ni Lorena. Me siento vacío y extraño. Cambiante. Como si no fuera yo mismo. Como si, de pronto, la máscara se cayera y ya no hubiera personaje, pero tampoco quedara tiempo o acción, y ya no quedara nada salvo un terrible, extraño y profundo vacío. Eso es lo que me oprime el pecho. Ése es mi problema.
La mano fría de Lorena me devuelve a la plaza. Me toca el mentón y lo acaricia.
Me volteo, y mis ojos se posan en los suyos. Allí está Lorena, dos  años atrás, diciéndome a los pies de un cerro -nuestro cerro- que me ama, mientras me abraza y me besa; y allí está luego apoyada en mi hombro, sonriente, tranquila y segura, observando la noche que cae mientras el tren avanza y yo le acaricio su gorro rojo; y allí está, finalmente, esperando en una banca, preocupada por mí, acariciándome la barbilla, observándome con atención. Observándome con preocupación.
Me acerco lentamente a su cara, le beso y le abrazo.
-Te amo -susurro.
Y es verdad. La quiero, la amo, pero no puedo estar con ella, no puedo mentirle. No. Simular, hacer como si nada pasara, también es una mentira. No quiero formar entre nosotros una grieta que después no podamos reparar; no quiero abrir un abismo que no pueda después bordear de un salto. No con ella.
Lorena se echa para atrás y se separa de mí. Sus ojos atentos, preocupados, se vuelven temerosos, y me observan como si vieran a través de mí, de mis facciones.
-¿Qué pasa, Sam?
Suspiro.
-Aún no lo sé bien -respondo, y me echo para atrás, intentando ser franco; mi mirada viaja al cielo oscuro y sin estrellas-. Aún no lo sé bien. Pero no es bueno.
Lorena me investiga en silencio.
-Esta semana... -empiezo a explicar, y mis palabras parecen susurros- no sé. Esta semana me he sentido extraño. Como si fuera otro, ¿sabes? Y no solamente respecto a nuestra relación. Es como si toda mi vida estuviera cambiando, y todo comenzara a girar, girar y girar como las manecillas de un reloj. Me hace sentir tan raro... Y todo por culpa de un helado de chocolate...
-¿Por eso no llamaste en toda la semana? -interrumpe.
Dudo un instante.
-Sí. Por eso no te llamé.
-¡Tontito! -exclama, y se acerca para abrazarme- ¡Cómo no me cuentas nada de lo que te pasa por esa cabecita loca! ¡Yo pensaba que había pasado algo más grave!
Lorena sonríe y una carga pesada, muy pesada, desaparece de sus hombros. Acaso como si se desvaneciera. Le miro ofendido e impido el abrazo.
-¿Crees que esto no es grave?
-Claro que sí -responde, tras un instante de reflexión, y frunce el ceño-. Pero no es lo mismo que una infidelidad o que haya muerto alguien.
Ambos callamos. El silencio comienza a flotar entre nosotros como una bruma densa, que nos va separando y ocultando. ¿Es éste el abismo profundo, muy profundo, que mi mente imaginaba? No, no le he mentido. ¿Y entonces? Supongo que los dos tenemos la razón, y lo sabemos. Yo, por una parte, sé que es grave, muy grave, tan grave como mi mente puede imaginar. Y ella, por la otra, sabe que tampoco es tan grave, que siempre hemos salido adelante; incluso de cosas peores. Me pongo de pie. Camino hacia el columpio. Aún hoy, no sé qué hacer. Llevo una semana pensándolo, y aún no sé qué hacer. Suspiro.
Lorena se me acerca.
-¿Crees que saldremos juntos de ésta? -pregunta, y apoya una mano en mi hombro, acercándose con una sonrisa que no veo pero intuyo- No hay nada que me haga dejar de amarte.
-Lo sé -cubro su mano con la mía, y recuesto mi cuello en ella-. Pero creo que no quiero arrastraste a mis cambios y mis estupideces. No te lo mereces, eres demasiado buena.
-¿Demasiado buena?
-Creo que necesitaré un poco de tiempo -continúo, ignorando su pregunta-. Para pensar en mí mismo y, por supuesto, en ti.
Lorena me suelta y, aunque no la veo, sé que una lágrima cae de su mejilla, mientras un sollozo brota de su pecho. Su sonrisa ha desaparecido; mis fortalezas también.
-No tengo más opción, ¿no? -dice, volteándose.
¿La tiene? No, no esta vez. Nadie como ella me conoce tanto. Soy arrogante, obstinado, y muchas veces aunque mi opción no es la mejor, es la mía. No quiero meterla en problemas. La he molestado, y no quiero seguir haciéndolo. Al menos no de esta manera.
-No –respondo al aire frío de la noche.
Sus narices me evidencian un suspiro y su resignación. Pero aún falta algo...
-¿Y cuánto tiempo necesitarás? -inquiere, como leyéndome el pensamiento.
-¿No se supone que los tiempos son indefinidos?
-Yo hablo de lo que tú piensas. Y tú respondes con lo que yo pienso. Y, sin embargo, no me respondes.
-Una semana... -susurro, y mi voz se pierde en el aire como una sentencia que no tiene apelación posible...

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