La Reina elevó la vista al oscuro cielo violáceo, y ante el melancólico paisaje, suspiró. ¿Hace cuánto tiempo había llegado a aquel laberinto? Hizo memoria, pero no pudo recordar. Recordaba un barco, una hermosa tarde de verano, una cálida bienvenida, un rostro masculino de sombrías facciones, pero el tiempo... el tiempo parecía no existir.
Caminó la Reina por el laberinto de hielo, por entre las enormes paredes níveas, y cada tanto se acercó y colocó sus manos junto a ellas, sin un motivo, sin saber realmente por qué.
La tarde terminaba, y poco a poco el sueño la invadía. Y así, así... hasta que, sin real conciencia, se tendió sobre la fina hierba verde y, con una sonrisa sobre sus azules labios, cerró los ojos. Todo fue desapareciendo progresivamente: el cielo, las paredes, la hierba, la luz... y, uno por uno, todo fue reemplazado; apareció ante ella una cálida corte imperial, llena de bufones, juglares, doncellas, nobles, dulce música...
La Reina, siempre tan encantadora, siempre tan gallarda, sonrió, mostrando al mundo su vestido nuevo, negro, de encaje, muy lindo, mientras saludaba con la mano a los súbditos apiñados a las orillas que le gritaban piropos, que le reverenciaban, que le adoraban.
Todas las mujeres, envidiosas, cuchicheaban tras de ella, hablaban de su belleza, de lo bien que estaba, de su hermosa sonrisa...
De pronto, sonido de trompetas inundó la gran corte y todo se detuvo. Ella, sin dejar de sonreír, miró hacia la puerta, y vio entrar a su Rey. Galante, bien vestido, con su hermosa barba, siempre alto, delgado, fornido... su hombre. El hombre.
Se sonrieron, sin hablarse, y, tomados del brazo, caminaron por todo el lugar, haciendo gala de todos sus atributos, saludando a todo el mundo sin saludar a nadie. Una música tierna, un vals, invitó a todo el mundo a la pista de baile, y la Reina no fue la excepción. Se movía tan grácil, tan llena de talento, poderosa...
Pero, como en todo sueño, había que despertar. Desapareció su Rey, la gente, las mujeres, la luz, la música... y el trino de un ave le despertó.
Los muros de cristal. El helado laberinto, el cielo violáceo... lo de siempre. Suspiró. ¿Hace cuánto tiempo había llegado a aquel laberinto, donde el tiempo parecía no existir?
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