Él estaba sentado desde hacía mucho tiempo en aquella piedra. Descansaba su vista en el horizonte, en las gaviotas que sobrevolaban el mar y, de vez en cuando, extendía sus manos, sus fríos y blancos dedos, hacia el azul insondable del mar. Le hubiera gustado tocarlo, sentirlo, pero estaba muy cansado como para ir, demasiado cansado como para moverse. Se limitaba a apreciar el aroma del viento, aquel viento que le removía los cabellos, y suspiraba, suspiraba infinitas veces.
Suspiraba porque algo le faltaba.
El viento peinaba suavemente la alfombra de hierba tierna y verde, y se detenía en un pequeño círculo aplastado junto a la piedra. Cada cierto tiempo, cuando la angustia le entraba al cuerpo, miraba aquel lugar, y con reverenciosa melancolía sonreía, sonreía y la tristeza inundaba sus ojos. Ni el atardecer que moría ante él, ni el hermoso sol que guiaba aquella sinfonía, llamaban tanto su atención como aquel montículo, aquel pequeño espacio vacío.
No, porque algo le faltaba.
Una mariposa se posó sobre su mano, alargada, fina, severa, y anunció con un batir de alas el final del día. Las sombras poco a poco se alargaron, se hicieron más gruesas, conquistaron el terreno. Y la luz del sol se fue apagando, y sus rayos, anaranjados, se volvieron amoratados, mientras su calor se fue volviendo frío, y su calidez, gelidez.
Qué coincidencia; quizá al sol también le faltara algo.
Comenzó a soñar y a imaginar con las primeras estrellas. Y se imaginó corriendo por los montes, gritando con el viento, montando a los delfines y viendo los arrecifes de coral. Se imaginó sonriendo, se imaginó abrazado, se imaginó feliz. Y, con el canto del primer grillo, cerró los ojos y se imaginó un hogar, su hogar. Un hogar donde le esperaba una cama, una luz, un fuego.
Pero un hogar al que, sin embargo, le faltaba algo.
En distintos puntos, progresivamente, distintas luces pequeñas como puntos, como estrellas, se encendieron y comenzaron a volar, describiendo hermosas formas y generando preciosas figuras. Él las observó y suspiró. Luego miró hacia el montículo de pasto aplastado y, como lo hacía desde hacía mucho tiempo, sonrió. Sonrió y volvió a descansar su vista en el horizonte, hacia el mar que, oscuro y tenso, chocaba una y otra vez contra las piedras y contra la arena.
Sintió, en el pecho, una opresión y llevó sus manos hacia la herida. Hacia la herida que no sangraba, hacia la herida que le decía, una y otra vez, que algo le faltaba. Que algo, que alguien, le faltaba. Volvió a sonreír, hipnotizado por la ironía.
De pronto, lo sintió nuevamente. Era ella, era ella la que faltaba. Era ella ese alguien que le llamaba.
La extrañaba. Quería que volviera. Y, con ese pequeño murmullo, pequeño como el latir de un corazón angustiado, derramó una lágrima. Una lágrima como súplica, una lágrima como ruego. Una lagrima que el viento se llevó, una lágrima que voló hasta el mar.
Pero no se movió. Siguió sentado en aquella piedra, como desde hacía mucho tiempo...
que triste...
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