“The leaves of brown came tumbling down;
Remember, in September, in the Rain”.
Sarah Vaughan.
Una vez al año, siempre el primer domingo del invierno, Rafael salía a caminar por la playa brumosa. Caminaba por la arena y contemplaba el vasto océano azulado y celeste, las gaviotas que revoloteaban de un lado a otro graznando furiosas y las algas verdes y marrones que el movimiento de las aguas dejaba atrás. Y escuchaba las olas rompiendo contra la costa, una, dos, tres veces..., y sentía la brisa helada que chocaba sobre su rostro.
Rafael levantaba el cuello de su abrigo, metía sus manos en los bolsillos, y caminaba. Una vez al año, hasta llegar al viejo mirador que estaba al final de la playa, sobre un montículo de piedras. Demoraba... ¿Una? ¿Dos horas? Entonces subía y se detenía. Observaba el horizonte a través de un viejo catalejo, viendo cómo la delgada línea invisible separaba el azul del gris. Una vez al año. Y siempre, el primer domingo del invierno. Luego se sentaba en una banca a descansar.
Aquel domingo, Rafael vio a una mujer acercarse al catalejo cuando él tomó asiento. No la conocía. Nunca había visto sus cabellos negros, su piel blanca o sus ojos brillantes. Sin embargo, tenía algo... algo especial que le atrajo. Quizá era la forma en que flotaba al moverse; quizá, su sonrisa de verano. Quizá sólo fuera la interrupción de su costumbre ritual. Como fuera, Rafael la observó apoyarse sobre la baranda y, al instante, tomarse el gorro rojo cuando el viento le arremolinó los cabellos. No dudó en acercarse y ponerse a su lado.
-Cuando mi hermana Lorena me trajo por primera vez al mirador -dijo, sin mirarla-, ella tenía tres años y yo recién cumplía ocho. Había descubierto un lugar hermoso y quería mostrármelo; un lugar, según ella, desde donde podía verse el mundo entero. Desde entonces, me gusta venir. Este lugar me recuerda su sonrisa. Su libertad.
La mujer le miró perpleja durante largo rato sin decir nada y Rafael sintió cómo su mirada le quemaba la piel e iba más allá buscando, escudriñando por algo indefinido. Con el rabillo del ojo, la espió. ¡Sin duda tenía unos ojos realmente profundos! ¡Unos ojos negros realmente hermosos, como dos perlas!
-Libertad... -rió ella- A veces me gustaría respirar libertad.
Hubo un momento de silencio.
-Lo siento...
Rafael meneó la cabeza y sintió que su corazón se detuvo cuando le vio sonreír. Sus labios carmesí, algo partidos, se curvaron en una mueca exquisita y delicada que le hubiera convencido de lo que fuera, incluso de... incluso, de sacarle los ojos de encima. Se miraron un instante directamente.
-No, no lo sienta -le reprimió él-. Creo que todos hemos sentido eso alguna vez.
La mujer se encogió de hombros.
-En realidad, da lo mismo. Después de todo, ya ni recuerdo lo que se siente.
Una ola golpeó con tanta fuerza en las rocas que una antigua espuma brotó de las aguas y se detuvo en el aire un momento. Ambos desviaron las miradas y vieron con los ojos entrecerrados los dibujos temblorosos que la espuma formó en el aire, hasta que, como cascada, cayó rugiendo como un trueno sobre las rocas, enterrándolas...
Rafael sacó las manos de los bolsillos de su abrigo y, sin pensarlo, en un instante se acercó a la mujer. Le tomó la cara con tibieza. Le besó.
Ella, al principio, intentó quitarse. Sin embargo, luego se dejó llevar por la ternura del beso, por la suavidad de los labios, hasta que una segunda ola golpeó el mirador y le devolvió a la realidad. Se separó algo confundida de Rafael.
-Lo siento -dijo él, sin dejar de mirar esos ojos negros que lo habían vuelto loco y sin separarse de sus brazos cálidos...
Ella meneó la cabeza. Se separó, se echó para atrás, y sonrió.
-Yo soy quien lo siente.
Se volteó y echó a andar por la acera hasta la ciudad. Unos instantes después, se perdió en una esquina. Rafael le observó caminar por la calle totalmente embobado. Y sintió sus brazos cálidos y sus labios firmes y tiernos aún muchas horas y muchos días después, sentado ante el fuego de la chimenea con una taza de café en las manos...
Quisiera estar en esa playa
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